Blogue | Que parezca un accidente

Borges en el Bernabéu

LEÍ EN algún periódico la semana pasada que un invidente había viajado desde Buenos Aires a Madrid para asistir al partido entre River Plate y Boca Juniors que se jugaba el domingo en el estadio Santiago Bernabéu. El tipo había recorrido más de diez mil kilómetros para sentarse frente a veintidós individuos jugando al fútbol a los que no podía ver. Sin embargo, explicaba el hombre, como no quería perderse el desarrollo del partido, se había llevado consigo un transistor para escuchar la narración del evento en un programa de radio. Es decir, se había gastado un dineral entre el viaje desde Argentina, la estancia en España y la entrada en tribuna para hacer lo mismo que podría haber hecho en pijama sin necesidad de salir del salón de su casa. Seguramente, habrá quien opine que se trataba de un estúpido.

Jorge Luis Borges decretó que "el fútbol es popular porque la estupidez es popular". O lo que es lo mismo, el fútbol le gusta a mucha gente porque mucha gente es estúpida. Para el escritor argentino existía una relación directa entre apreciar el fútbol y ser estúpido. Y me llama mucho la atención que hablase así, dado que el propio Borges confesaba no haber visto jamás un solo encuentro completo. "He visto en mi vida como medio partido de fútbol", dice en ‘Reportaje de Menotti a Borges’, publicado en septiembre de 1978 en la revista VSD. Él lo justificaba con uno de sus particulares sofismas: "La idea de que alguien pierda o alguien gane me parece esencialmente desagradable ". Pero lo cierto es que, si el motivo fuese ese, cualquier clase de competición o certamen sería detestable. No entiendo cómo puede desdeñar de ese modo un deporte quien confiesa no haber visto nunca un partido. Por eso sospecho que si a Borges no le gustaba el fútbol es porque sí había visto fútbol. A lo mejor, bastante fútbol. Aunque quizá jamás lo observó como lo debía observar.

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXAEl escritor Arturo Cuadrado contaba que, en cierta ocasión, el editor uruguayo Julio J. Casal le había comentado que Borges solía asegurar en privado que descendía de una familia judía ourensana que había ocultado y protegido a los familiares del filósofo Spinoza, perseguidos por la Inquisición —el genealogista Antonio Valcarcel Domínguez de Mazaira sospecha que el padre de Spinoza podría haber sido oriundo de Ourense y miembro de los Espinosa, una poderosa familia ourensana del siglo XVII—. "Borges tenía una idea negativa de España hasta que descubrió sus raíces gallegas", afirmaba Arturo Cuadrado. Por eso cuando en 1964 surgió la posibilidad de venir a conocer Galicia, a pesar de que Borges tenía sesenta y cinco años y ya estaba ciego, su amiga y secretaria personal María Esther Vázquez —cuarenta años más joven que él y de padres y abuelos naturales de Vilagarcía de Arousa y Cambados— le dijo: "No te puedes morir sin conocerla". Y se lo trajo.

Y Borges se quedó prendado de Santiago de Compostela. María Esther Vázquez ha contado muchas veces cómo él, que era muy intuitivo, se iba imaginando la ciudad a pesar de no poder verla. Y cómo en la catedral quiso recorrer las naves y abrazar al Santo dos Croques y acariciar las paredes y tocar todo cuanto pudo. Y cómo en el Pazo de Xemírez quiso palpar una y otra vez todas las piedras aprovechando que no había nadie. Y cómo el autor de El Aleph se quedó maravillado con aquella ciudad milenaria que tenía ante sí y cuya contemplación, por desgracia, le estaba vedada. "Edimburgo o York o Santiago de Compostela pueden mentir eternidad", diría tiempo después. Desde su estancia en Galicia, Borges siempre reconocería públicamente que Santiago de Compostela era una de las ciudades que más le fascinaban de todo el mundo.

Y resulta extraño. Resulta extraño pensar que pudiese sentir tal admiración por una ciudad que no pudo ver, solamente imaginar. Sin embargo uno puede llegar a entender la clase de sensación que debió de embargarle cuando se detuvo frente a la fachada del Obradoiro, de pie en el medio de esa plaza inmensa, sujeto al brazo de María Esther, ante un edificio tan extraordinario. Aunque no pudiese contemplarlo. Porque uno se da cuenta de que Borges sí estaba viendo la ciudad de Santiago. Pero no la veía con los ojos. La veía con el corazón. Exactamente igual que ese argentino ciego que quiso viajar desde Buenos Aires a Madrid para ver, aunque no con los ojos, el partido entre River Plate y Boca Juniors.

Quizá Borges nunca supo ver un partido de fútbol. Quizá, de haber sabido mirar, lo habría disfrutado más. Quizá, por tanto, tampoco sea cierto que el fútbol es popular porque la estupidez es popular. Me pregunto qué habría pasado si la historia hubiese querido colocar este pasado domingo a Borges en el Bernabéu.

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