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Jurados y conjurados

MEJOR, cuento la historia. Madrid, primavera soleada de 1967; llego al portal de casa y, tras saludar en la suya a Bobby Deglané -vivían en el bajo- subo al tercer piso, que es el nuestro y me pongo a trabajar en unas críticas de libro. ¿Sabe dónde está el restaurante...? Sí, señor. Pues véngase para acá porque acabamos de darle el premio Temas de artículos. Pero si yo no he concurrido... Bueno, pero véngase, que el almuerzo es a las dos y media. ¿El premio Temas, de artículos? Ah, sí, el Temas, dotado con cien mil pesetas. Sí, sí, claro, ‘Hagamos una pausa, ha muerto un niño’, el atropello de un crío en la calle Padre Damián. Lo publiqué cuando estaba a punto de cerrarse el plazo de presentación, pero se me olvidó llevar el sobre a San Bernardo, donde estaba la sede de Colomina G. Serrano, la empresa editora de la revista Temas, me fui de viaje y... No puede ser. ¿Quién lo llevó a Colomina? Mi suegro; se lo comenté a mi mujer -hacía unos meses que nos habíamos casado- y debió de ser ella la que se lo entregó a su padre. Yo ya me había olvidado.

El único que no me dio su voto fue el director de mi periódico

Begoña estaba entrando por la puerta y con un beso robado al pasar -¡Me han dado el Temas!- bajé a la calle . Hubo suerte y a la media hora estaba en el restaurante, en la Castellana. Me pasaron a un comedor privado donde los miembros del jurado tomaban un aperitivo. Eran muchos, trece; eran primeras figuras y primeras plumas; según me dijo Juan Fernández Figueroa, el único que no me dio su voto fue el director de mi periódico, que también era jurado. No lo sabía, pero hubiera sido lo mismo. Emilio Romero también me felicitó. Y Torcuato Luca de Tena. «No sabes la cantidad de originales». -«No me extraña, dije bajito, cien mil pesetas por menos de dos folios...».

Una viejecita donostiarra de casi setenta años fue la ganadora

A raíz de ese premio empezaron a llamarme para formar parte de muchos jurados de premios literarios. Me di cuenta en seguida de que era, el territorio de los premios, campo de endogamias y afinidades por razón familiar, por amistades firmes, por convenios -hoy para mí, mañana te presentas tú-; pocas veces , si el premio metálico era cuantioso, di con jurados limpios. Los premios nacionales -crítica, narrativa, etc.- que pagaba el Ministerio de Información y Turismo, mantenían una buena calidad y ecuánime justicia, pero era de los pocos... Un organismo juvenil de Falange, que premiaba, creo recordar, poesía, cuento y novela, bien pagados para la época, pretendió, por boca del presidente, que concediéramos el de novela a un escritor falangista -«de los nuestros», dijo-, y tuve que ser yo quien protestara: «Si estaba concedido, ¿para qué me han molestado? Voy a despedirme del director general...». Ni el premio ni el dinero fueron a manos de aquel señor falangista; una viejecita donostiarra de casi setenta años, Karmele Saint-Martín, de origen francés, que nadie conocía, fue la ganadora. Cuando fue a Madrid a recoger el premio nos conocimos. En unos años, con las editoriales pujando por sus libros, publicó auténticas joyas: ‘Nosotras las brujas vascas’, recuerdo ahora.

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