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Franco y su caricatura de Siro

LOS MINISTROS de Franco, salvo alguna excepción, no lo conocían; yo lo intuía. Como gallego, sintonizamos en lo poco que tuve ocasión de hablar con él. El 4 de septiembre de 1972 fui al Pazo de de Meirás a despedirme de él. Terminaba su estancia estival en el Pazo de Meirás y había que despedirlo, igual que lo habíamos recibido cuando llegó para disfrutar de su periodo estival. Y allí estábamos, vísperas del otoño, las ‘fuerzas vivas’ de Galicia. Yo era por entonces director de El Ideal Gallego, diario de la Editorial Católica (cadena del Ya) o, como decían en Galicia, «el periódico de los obispos». Y algo de razón tenía el rebautizo: en concreto, yo acababa de cerrar mi estancia romana y vaticana como corresponsal, de donde me sacó el presidente. Yo estaba en La Coruña, en el Pazo de Meirás, por director y por gallego.

Ya en el recibimiento hubo anécdotas que contar, y que me abrieron los ojos acerca de la personalidad de Franco. Había que hacer la foto con ellos, con los Franco-Polo, pero algo estaba sucediendo. Faltaba Cancelo, el fotógrafo de El Ideal. Hay que esperarle. Unos minutos más tarde, en efecto, llegó Cancelo, un anciano de la edad de Franco, que se cuadró ante el personaje principal de la reunión. Franco le preguntó, con su vocecita de flauta: «¿De dónde viene, Cancelo?». Y Juan, que así se llamaba por cristiano bautizado, contestó: «De El Ferrol de Su Excelencia, señor Caudillo». Franco casi babeó una risa complacida y la comisura de sus labios fijó, durante unos segundos, una sonrisa cabal. Pero la anécdota tuvo segunda parte. Casi fijada la formación para la foto, Cancelo, que estaba enfocando su vieja Leika, se adelantó hasta la primera fila y se dirigió a doña Carmen Polo, que estaba un paso por delante de la formación, y le dijo sin perderle el respeto: «Echese para atrás, señora, que ni usted ni yo estamos ya para primeros planos».

La ceremonia de despedida, la de septiembre, fue un poco más movida. Hacía unos días, Siro, el genial Siro, que colaboraba entonces con El Ideal, me entregó una magnífica caricatura de Franco, obra suya, en la que el general, vestido de uniforme de Marina, gorra de plato incluida, pesca desde la popa del yate Azor. Con su permiso, como tenía que ver a Franco en unos días, decidí regalársela al mismísimo caricaturizado. La enmarque, la envolví en papel blanco y, con ella bajo el brazo, me planté en el Pazo. Ya en la espera, -yo era de los últimos, delante de mí iban el alcade de La Coruña y el gobernador civil, que, por cierto, era militar- cundió el pánico. «A usted lo meten en la cárcel», me decía el alcalde; «usted está loco», me diagnosticaba el poncio, balear de nacimiento. Pero, en la antesala, que se enteraron del pretendido regalo que iba a hacer a Franco, casi todos estaban de acuerdo con el alcalde. Cuando llegó mi turno, la gente había desaparecido; me quedé, frente a Franco, solo, con el cuadro a medio liberar del papel y mirando al ayudante de turno, que nada sabía de mis intenciones. Por fin, cuando conseguí liberar el dibujo, le dije: «Es de un gran pintor, excelencia, y se lo entrego porque sé que le va a gustar». Se quedó mirando el dibujo: «¡Qué bonito!, decía, qué bonito». Me dio las gracias, ordenó al ayudante que lo colocara en su mesa del despacho -al fondo, en la foto- y me rogó que diera las gracias a Siro. Cuando levanté la cabeza, humillada para oír aquella vocecita casi imperceptible, ya había media docena de personas haciendo coro y asombro por lo sucedido.

Al día siguiente me llamó el director general de Prensa… por la foto del Ideal: «Me ha dicho el ministro (Sánchez Bella) que te abra un expediente muy serio; es la primera caricatura que se publica en un diario español». Le dije que se fijara en el lugar donde Franco la había colocado. No pasó nada, no llegué a sumar el décimo expediente en el Ideal. Solo nueve en dos años. El viernes se cumplieron los cuarenta de su muerte. Yo estaba allí, claro, en La Paz.

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