Blogue | Epifanías

Dámaso Alonso y Filgueira Valverde

CUANDO LLEGABA el segundo trimestre del curso, Dámaso Alonso era uno de los primeros en regresar a clase. El siete de enero, si no era sábado o festivo, se plantaba de un saltito sobre la tarima de la clase de quinto de Filología Románica, tratando sin duda de demostrar que no era tan bajo como parecía. Y comenzaba su clase. A la semana siguiente, antes de iniciar la tarea, solía anunciarnos que aquella era su última clase del curso, -quedaba su ayudante-, que se marchaba a América, porque en la Universidad Central de Madrid se ganaba el pan, pero el jamón tenía que ir a ganárselo a Puerto Rico y los Estados Unidos.

Dámaso no solía dirigir tesis doctorales pero aceptó dirigir la mía. Le dije que iba a versar sobre “el lenguaje como estética en Ortega”. Le pareció una gran idea. No sé cómo hizo -era un pillo- pero acabó titulándose “La proclividad de Ortega hacia el cultismo”. Cuando se hizo mayor y tuvo que jubilarse, su pérdida como docente en la Facultad se notó muchísimo. Aunque tampoco se podía decir que ejerciera con plena dedicación, por aquello del pan y del ibérico. Creo que estaba un poco tocado del corazón, y, ya jubilado, daba largos paseos por Chamartín, el barrio donde vivía. Mi trabajo en el diario YA, por la tarde, coincidía con su paso peripatético por la acera y un día, saliendo a tomar café, me di con él de bruces. Desde entonces nos veíamos casi todas las tardes; lo acompañaba un rato por las calles Enrique Larreta y Agustín de Foxa hasta la estación de Chamartín, y volvíamos juntos de nuevo hasta el YA, donde nos despedíamos. Eran las cinco de la tarde; él volvía a su casa, yo entraba al consejo de redacción del periódico a sugerir y escribir editoriales. Un día, el cura Irribarren, que también era consejero y culto, me preguntó si el señor que paseaba conmigo no era Dámaso Alonso. Le dije que sí. “¡Ah!”, suspiró.

Dámaso era un hombre que disfrutaba de todo lo que tenía delante de los ojos. Tenía una sensibilidad especial para hacerlo. Su obra y su currículum siempre iban por delante de sus pasos. Él fue quien tomó el relevo del maestro de la investigación histórica y literaria, don Ramón Menéndez Pidal; lo sucedió al frente de la Revista de Filología y al frente de la Real Academia de la Lengua -la dirigió durante trece años- y dio un impulso definitivo a la impagable editorial Gredos, cuyos centenares de títulos de sus colecciones todavía hoy se están reimprimiendo.

No sé por qué Dámaso me recuerda a Filgueira Valverde

Era, además un hombre apasionado; basta leer alguno de sus poemarios,“Hijos de la ira”, por ejemplo, de 1944, que comienza con una constatación: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres”, primer verso de “Insomnio”. Pero no era un cobarde -como le han llamado más de una vez-. odiaba la frivolidad, profundizaba buscando la veta limpia de la existencia en la palabra. A veces dialoga consigo mismo, se hace víctima de sus propios afanes y, al final de su vida (1990) recuerda su juventud. Me lo recitaba: “¡Alégrateme Dámaso/ porque pronto vendrá la primavera, / y tienes veinte años!”. Llevaba dos de ventaja al siglo XX. Había nacido en 1898. Los suyos eran 92 cuando se fue. Su obra, impagable.

No sé por qué Dámaso me recuerda a Filgueira Valverde, nuestro escritor de las Letras Galegas de este año. Fueron dos grandes amigos de los que siempre aprendí. Lástima que con Filgueira apenas tuve ocasión de grandes charlas, como las de los paseos con Dámaso. Hablábamos de todo; se detenía, me miraba con sus ojos miopes y me preguntaba: ”¿Qué fue aquella tesis cuya dirección me quiso endilgar?” “Me la dirigió Alonso Zamora Vicente”, decía yo muy serio.

Tengo una foto con Filgueira en la catedral de Santiago, vestidos los dos con la indumentaria de la Orde da Vieira. Le preguntaba yo a don José: “¿No le parece que el apostol tiene cara de cachondeo?” “Razones tiene -me contestó bajito y con el morro apretado que ponía- lleva un montón de tiempo preguntándose por qué lo felicitan, y buscándose a sí mismo”… Al verano siguiente lo llevé a que hablara del Camino de Santiago en un curso que dirigí en El Escorial. Era año jacobeo.

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