Blogue | Permanezcan borrachos

Un tal Fortes

XOSÉ LUIS FORTES SIEMPRE será el hombre que vio a Roberto Bolaño a finales de 1979 en un pub de Ourense. "Estoy seguro de que era él", recalcaba cada vez que te contaba la historia. A mí me la relató tres veces. No me cansaba de oírla. "Aquel tipo tenía el pelo largo, rizo y llevaba gafas. Era chileno, como Roberto Bolaño. Demasiadas coincidencias. Era Bolaño, casi seguro", decía. No me habló de uno, sino de varios encuentros entre ellos. En una ocasión incluso hicieron juntos un viaje en el Seat 600 del padre de Fortes hasta Parada do Sil, en busca de otros Bolaños que pudiesen conducirlo hasta sus antepasados. Al cabo de unas semanas, sin embargo, aquel joven chileno desapareció para siempre. Fortes lo recordó años después, al leer el pasaje de Los detectives salvajes en el que un personaje llamado Xosé Lendoiro aseguraba haber conocido a Arturo Belano, trasunto de Bolaño, en un cámping de Castroverde (Lugo).

Arrastrado por la curiosidad, un día me puse a investigar y a hacer preguntas a gente que frecuentó a finales de los setenta el pub Yopo, y también a amigos del propio Roberto Bolaño que pudiesen atesorar algún recuerdo de aquella época. A la mayoría no les sonaba que el escritor chileno hubiese puesto un pie jamás en Galicia, y a unos pocos les extrañaba, pero no se cerraban en banda. Quizá, seguramente no, pero quién sabe.

Su conversación era una olla al fuego. Pasaba de un tema a otro sin dejar huecos en medio, como si no creyese en el vacío o en la respiración

Conocí a Fortes hace cuatro años. Entonces supe que había sido árbitro de fútbol, actor, músico. Trabajaba como celador de carreteras, en la Xunta. Tenía 58 años y amaba hablar, discutir, leer, seguir discutiendo. También amaba el humor. Desde entonces quedábamos una vez al mes, siempre en la misma cafetería. Hace ocho semanas esa cafetería cerró, y la última vez que nos vimos, el viernes 4 de octubre, tuvimos que improvisar una cafetería nueva. Nuestros encuentros duraban no más de hora. Por encima de ese tiempo, la conversación podía hacernos explotar la cabeza. Ese viernes hablamos de Dovlátov. Fortes acababa de descubrir al autor ruso y estaba entusiasmado. Había leído tres de sus libros e iba a empezar con Los nuestros, editado en Fulgencio Pimentel. Yo sentía que era perfectamente capaz de tirarse a un pozo por ciertos escritores. Ya lo había visto así de apasionado después de leer a Ricardo Piglia o a la poeta gallega Carmen Pereiras.

Su conversación era una olla al fuego. Pasaba de un tema a otro sin dejar huecos en medio, como si no creyese en el vacío o en la respiración. Por eso no durábamos juntos más de una hora; podía haber una desgracia. El viernes me habló también de su amigo Ramón Gutiérrez, traductor y prologuista de los sonetos de Shakespeare para la editorial Visor. "Tenemos que quedar a tomar algo los tres, y de paso darle unas hostias", bromeó. Inmediatamente después, sin resquicios, me contó la historia de un anciano al que había conocido hacía unos pocos años. Aquel hombre se había empeñado en instalar una bombilla en su panteón para que estuviese bien iluminado cuando falleciese. Tras varias vicisitudes, acabó la obra a tiempo, ya con el panteón iluminado, falleció. Era como si todo estuviese planeado, incluidos los recursos con los hacer frente a los gastos de electricidad. "Había ahorrado para que, aún muerto, la compañía eléctrica siguiese prestando servicio y cobrando". Pero algo salió mal y Fortes acababa de saber que habían retirado la instalación de su panteón.

Nos despedimos con un "hasta la próxima", al estilo habitual, y al salir de la cafetería, como incurriendo en una extrañeza, tomamos aire con fuerza. Al día siguiente, sin preverlo, nos encontramos de nuevo en la librería Maruxairas, en Allariz. Nos dirigimos después a un bar donde, tal vez por la presencia de mi hija, conversamos livianamente. Al fondo del local, Suso de Toro daba comienzo a una especie de charla-vermú, nada que no impidiese a Helena hacer dos comentarios notables, en voz alta: primero "papá, me cago", y después "papá, tengo hambre". Me despedí de Fortes con otro "hasta la próxima". Pero ya no hubo próxima. Dos días después, murió mientras dormía. Cómo lo voy a extrañar.