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Sueño sin fin

QUEDÉ CON BRUNO Montané a la una del mediodía, hace un par de domingos. Era vísperas de Sant Jordi en Barcelona y el poeta de Valparaíso me propuso que nos encontrásemos en la Plaça Vicent Martorell. "Si entras en la librería La Central por la puerta principal, sal por la de atrás —me indicó—, y descubrirás una fuente: ahí nos vemos". Me parecieron unas breves indicaciones más pensadas para escapar de él, o de un laberinto, que para encontrarlo. Después pensé que en algunas citas al aire libre había algo de encuentro secreto, como cuando en la ficción un espía intercambia información con su fuente en un lugar lleno de gente para pasar completamente desapercibidos, pues la soledad también se verificaba en mitad de la multitud. Me fue imposible no sentir expectación, incluso nervios, a medida que me acercaba a la librería, la atravesaba como si se tratase de un pasadizo y después me alejaba, en busca de la fuente.

Días antes, cuando le hablé a un amigo de mi cita, me recordó que Bruno Montané era, para algunos lectores de Roberto Bolaño, algo parecido a un mito, y en todo caso, el amigo más auténtico del escritor chileno, a cuyo lado se había mantenido primero en México y después en España, hasta su muerte en 2003. Casi estuve completamente de acuerdo. Cualquiera a quien Bolaño hubiese convertido en un personaje de Los detectives salvajes formaba ya parte de la leyenda. En los últimos meses había estado conversando y escribiéndome con Montané a menudo, para un reportaje, y ahora sin embargo me parecía menos un personaje literario que un gran poeta del que tenía el número de teléfono.

Para calentar el encuentro, la semana anterior a conocernos en persona me la pasé leyendo las notas que había tomado a su correspondencia con Bolaño, depositada en la Biblioteca Nacional, así como los poemas de La maleta de Stevenson, el único de sus libros que pude conseguir. "En el salón de su casa, cuando vivía en México DF, se fundó en 1975 el movimiento infrarrealista, con Roberto Bolaño y Mario Santiago a la cabeza", me recordó mi amigo, empeñado en que me formase una idea legendaria del poeta. "Consígueme un autógrafo", añadió antes de colgar. Hice como que no lo escuché.

Imagen para el blog de Juan Tallón (05/05/18)Bruno apareció puntual y yo tres minutos antes, menos puntual. Mientras buscaba una sombra al lado de la fuente para no ponerme a sudar, lo vi llegar completamente abrigado. Me gustó la indiferencia con la que trató al calor que hacía a esa hora en Barcelona. A ver si al final era una ficción, como sugería mi amigo. Nos dimos un abrazo con el que casi se sobreentendía que nos conocíamos de otra vida. Su espalda me pareció el mapa de un territorio sagrado. Me preguntó si tenía prisa, y respondí que no, pero sí, así que comenzamos a andar primero despacio, hasta tomar la calle Tallers, donde había residido durante un tiempo Bolaño, y a continuación más deprisa. Acabamos en la Plaça Goya, que cruzamos para al final acomodarnos en la terraza del bar La Principal.

Teníamos una hora por delante, y se nos escapó hablando de un libro que Montané sacó del bolsillo de su cazadora para mí. Se trataba de Sueños sin fin, de Mario Santiago, que reunía los versos que había escrito en los espacios en blanco de los libros que sus amigos le prestaban durante su estancia en Barcelona en el invierno de 1977. Juntos formaban un gran poema. Cuando Mario regresó a México, y antes de que acabase la década de los setenta, Bolaño y Montané hicieron una recopilación de la poesía que su amigo dejó diseminada en los volúmenes que no pudo llevarse consigo. Al acabar le enviaron una copia a México, que durante años "permaneció oculta en el territorio potencial de los poemas preparados para perderse". Mario Santiago murió en 1998. Cuando años más tarde Montané participó en la preselección de su antología poética, encontró entre las más de 600 páginas la versión definitiva del poema que él y Bolaño habían recuperado. Incluía nuevos versos y había sido retitulado como Sueños sin fin, que en 2012 Bruno y Ana María Chagra pudieron publicar en su propia editorial. Me guardé mi ejemplar empujado por el tiempo, que se nos había abalanzado. Era hora de despedirse hasta siempre.

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