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Libros de mueblerías

"¿Pero esos libros son de verdad?", me preguntó mi pareja al salir de casa. "A veces", señalé, encogiéndome de hombros. Le cité el caso de Ikea. Apenas entré en Merkamueble descubrí con un impreciso regodeo que sus libros también eran reales, no de atrezzo

Libros

ENTRÉ EN Merkamueble a media mañana. Era lunes, o bastante lunes. Había poca clientela. Fuera llovía y fui dejando pisadas de zapato mojado por el pasillo. No iba en busca de un sofá, una cama, un armario, una silla, un puf. Nada de eso. Pero allí estaba, en la mueblería más grande de la ciudad, ensuciando el suelo y evitando encontrarme con un empleado. Una mujer que pasó a mi lado, ocupada con un catálogo, me dijo que en dos minutos estaría conmigo. "Tranquila", dije, quitando importancia a mi presencia. "Solo vengo a ver libros", farfullé. Esa mañana no me había despertado con otra idea en la cabeza. Había oído contar algunas historias pintorescas sobre los libros con que Merkamueble ambientaba sus salones y dormitorios a la venta. Años después, de pronto, quise corroborarlas.

"¿Pero esos libros son de verdad?", me preguntó mi pareja al salir de casa. "A veces", señalé, encogiéndome de hombros. Le cité el caso de Ikea. Apenas entré en Merkamueble descubrí con un impreciso regodeo que sus libros también eran reales, no de atrezzo. El horror llegó al reparar en los títulos. Sobre una cómoda vi cuatro ejemplares de Corazón Agatha, de José María Plaza, una biografía sobre los años deslumbrantes de Ruiz de la Prada en la movida madrileña, de la que fue musa. Al lado, en una estantería fea, para salón, se agolpaban seis novelas de Ian Fleming, en tapa dura. Doctor No, Goldfinger y cuatro ejemplares de Desde Rusia con amor. Podían parecer demasiados ejemplares, pero estaba a punto de descubrir que todos los libros de Merkamueble —unos doscientos, calculé— se correspondían en realidad con unos pocos títulos.

Me cansé de contar volúmenes de Abominación, de Paul Golding. Al llegar a cuarenta lo dejé. Solo se demostraba que sabía contar. No tenía la mejor idea de quién era Paul Golding, además. La solapa decía que era escritor y que Abominación era su primera novela, sin más. Una biografía de dos líneas. Eso me gustó. "Hijo de una aristocrática familia —de una mujer española, bella y distante, y un austero padre inglés—, el protagonista de esta novela, Santiago Moore Zamora, nos introduce en el viaje alucinado de su memoria. Perdido en un mundo de anónimos encuentros, sumergido en las aguas oleaginosas y el sofocante hedonismo de los ambientes homosexuales londinenses, Santiago rememora su infancia privilegiada en España y su repentino exilio a un internando católico de Inglaterra, donde dos amorres proscritos cambiarán radicalmente su vida", se destacaba en la contra. No supe qué pensar, así que no pensé nada.

'La revisa Alfar y la prensa literaria de su época' era el libro que yo iba buscando secretamente, desde que años atrás un amigo discutió con el autor


Había una docena de ejemplares, repartidos por dormitorios y salones, de México, de Carlos Salinas de Gortari. No era un libro cualquiera. ¡Tenía 1.424 páginas! En cuanto llegué a casa, busqué información sobre la obra, recalando en una reseña apocalíptica, pero justa, de Fernando Escalante. "Es frecuente que los políticos mexicanos publiquen libros; salvo alguna rara excepción, son todos pésimos: grandilocuentes y superficiales, insoportablemente aburridos". Parecía ser el caso de México. "No solo es que sea un libro malo —señalaba el crítico— sino perfectamente prescindible". No para Merkamueble, pensé, que también se las había arreglado para reunir una veintena de volúmenes de Universos de mi tiempo, las memorias de Carlos Menem. Las abrí al azar y di con un párrafo inclasificable: "Yo quise ser Don Quijote, no Cervantes. Ser Martín Fierro en lugar de José Hernández. A fuerza de hacerme a mí mismo, la certeza es solo una: soy Carlos Menem y mis hechos me describirán algún día".

El momento más especial de la visita se produjo al llegar a los dormitorios juveniles. Ahí empecé a encontrarme con ejemplares y más ejemplares, que también me cansé de contar, de La revisa Alfar y la prensa literaria de su época, de César Antonio Molina. Era el libro que yo iba buscando secretamente, desde que años atrás un amigo discutió con el autor, al que acabó por decirle que algunos de sus libros "solo servían para decorar las estanterías de Merkamueble". Cuando salí de la tienda era lunes total.

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