Blogue | Permanezcan borrachos

Discoteca

Un sitio más allá del cual no hay nada, eso era una discoteca. Hasta que las cerraron. No sabemos en qué se convertirán ahora que vuelven a abrir, y ni siquiera podrás usar las pistas de baile para no bailar, pues estarán prohibidas. En su vieja versión, la discoteca equivalía al último destino. Cuando se cumplía la hora, solo podías dar la vuelta, regresar a casa obedeciendo al instinto, esperar pacientemente a que fuese otro día, otra semana, otro mes. En la decadencia que ya bordeabas al llegar, justo alumbraba el esplendor de las discotecas. Tu declive disimulaba su éxito, mientras el ambiente te hacía creer con la música, la pista, la gente, los huecos en la barra, que por derrotado que parecieses podías aún hacer algo grande. "Dadme jóvenes rotos, pero esperanzados" parecía reclamar el local, "y el negocio no morirá nunca".

En el momento de entrar, quizá después de deambular por otros locales, era como si te dijeses: "Hasta aquí llegué, no hay más a donde llegar, fin". Pero no te derrumbabas y te ponías triste por ello. Irrumpir en la discoteca era en sí mismo un acto de ilusión, de fe en el futuro, o por lo menos en esas pocas horas que están al alcance de la mano, y que forman parte ya del presente. No llegaba cualquiera hasta allí, sino las personas flamantes, las chifladas, las entusiastas, y también personas que amaban bailar y personas que no habían bailado nunca. En una discoteca representas el papel de quien confía en que todavía quedan momentos decisivos por vivir, tratando con total indiferencia a eso que antes o después vaya a caerte encima. Porque siempre hay algo, al dar por finalizada una noche de fiesta, que se derrumba sobre ti y te entierra. Te quedas quieto, debajo, hasta que sientes que el peso se aligera.

Maycar

Hay algunos momentos que son más llevaderos si eres capaz de vivirlos con soberbia, pese a tu desventaja. Haces como si esa inferioridad no fuese tal, y sin justificación te agrandas. Tal vez a la manera de Seymour Glass, el personaje de J. D. Salinger que protagoniza su cuento Un día perfecto para el pez plátano, cuando se adentra en el mar con la joven Sybil Carpenter. "Ahí viene una ola", le avisa nerviosa la muchacha. "No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia, como dos engreídos", reacciona Seymour. Quizá exista solo una arrogancia, que se emplea igual para hacer frente a una ola del mar que para ignorar la decadencia que sigue a un día de marcha.

La discoteca daba la vuelta a la realidad. No solo era el sitio en el que recalabas, te quedabas un rato y después regresabas porque era difícil ir más allá, aunque no imposible (unas cuantas veces, no demasiadas, abandonabas la discoteca y te adentrabas en una especie de desierto del que conseguías todavía obtener cierto placer). Normalmente, sin embargo, en la discoteca concluía el relato. Te devolvía a la casilla cero, en el sentido de que entrabas de noche y al salir era casi de día, y con la claridad ya nada es lo que era. Ese movimiento de un día al siguiente, mientras vivías ajeno a lo que ocurría fuera del local —la conversión de lo viejo en lo nuevo—, y te apoyabas en una columna, o simplemente fluctuabas en la existencia, en mitad de la pista de baile, como una planta, hablando sin parar con desconocidos, me pareció siempre un cambio de enorme calado.

Al salir al exterior, y ser deslumbrado por el sol, sentías en tu cuerpo una extrañeza para la que nunca alcanzabas una explicación satisfactoria. Solo una vez un desconocido, al salir del Maycar, en Santiago, se aproximó, tal vez, a algo parecido a la desconocida verdad. "Noto los movimientos de rotación y traslación de la tierra", anunció en serio, cuando subimos las escaleras hacia la salida y nos quedamos quietos durante un rato en la acera, admirando cómo se mezclaba el ambiente a fin del mundo con el del comienzo, y los que nos íbamos a casa, y los que se alejaban de ella, cruzábamos miradas de superioridad, sin que aún hoy tenga muy claro quién ganaba esa pelea.

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