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Amor ajeno

Yo admiro a la gente que conserva, pero aún más a la gente que abandona sus cosas. En nuestra vida cotidiana, cargada de pequeños simbolismos, nos gusta guardar fidelidad a infinidad de cosas que ya no significan nada, pero lo significaron, y con ese pasado nos basta para rendirles un extraño amor eterno

UNOS POCOS días en tu vida, muy especiales, sientes que estás rodeado de objetos que solo representan viejos recuerdos o compañías, que ya no sirven para nada; ni siquiera para recordar. Te parece absurdo seguir atesorándolos. Resisten por inercia. No reparas nunca en ellos, salvo para moverlos cuando limpias o reordenas. Al tomarlos no despiertan resonancia alguna de los viejos tiempos. Solo ocupan espacio, y el espacio es hoy quizá el verdadero tesoro. De repente, aunque sean objetos pequeños, te estorban como gigantes de pies enormes y blandos. Animado por esa frialdad que te ataca sin explicación ni aviso, y solo muy de vez en cuando, los retiras de donde están, los introduces en una caja y los tiras al contenedor de basura. "¿Me arrepentiré?", puede que te cuestiones. "Lo superaré", te dices entonces, y sigues adelante.

Pero casi nunca te levantas y te encuentras ungido de semejante voluntad. Ya quisieras. Casi hay que tener el corazón helado. Yo admiro a la gente que conserva, pero aún más a la gente que abandona sus cosas. En nuestra vida cotidiana, cargada de pequeños simbolismos, nos gusta guardar fidelidad a infinidad de cosas que ya no significan nada, pero lo significaron, y con ese pasado nos basta para rendirles un extraño amor eterno. Pueden estar viejas, desgastadas, rotas, pueden carecer de uso, belleza, sentido. Ningún defecto nos parece grave. De hecho, esos defectos consiguen, paradójicamente, que se intensifique el apego. A veces, cuando vemos cómo alguien se deshace al fin —en uno de esos días especiales— de algo lo bastante simbólico, pero del todo inútil, corremos a recuperarlo para nosotros.

En un viejo ejemplar de Desayuno en Tiffany's, de Truman Capote, con el que me crucé hace algunos meses en una librería de viejo, descubrí un largo mensaje escrito a lápiz por su propietaria original en la tercera página: "Este libro es uno de los libros que más quiero: es el tipo de libro que se hace entrañable. Cuando un personaje tan extravagante, alegre y conmovedor como Holly Golightly entra en tu vida es difícil no sorprenderte pensando en ella en el curso del tiempo. Algunas veces me hubiera gustado parecerme a ella y quizá en algún momento he intentado imitarla. Es en el fondo una mujer muy desamparada. En fin, de este libro no te quiero decir nada más, solo que, para mí, fue un encuentro importante que me descubrió a Capote y también que siento la típica envidia que el abuelito decía sentir con mamá cuando esta descubría un libro por primera vez: el deslumbre, la maravilla… Felicidades. Tu primita italiana, Verónica. Mayo de 1994".

Me tuve que llevar el libro después de leer esto. En aquella hoja, escrita a mano, se escondía otra especie de novela. Se trataba de una edición de Anagrama, de 1988, con la ilustración en la cubierta que Harriet Meserole había diseñado para la portada de Vogue de agosto de 1926. Yo tenía ya un par de ediciones de ‘Desayuno en Tiffany’s’, pero ¿y qué? Tres nunca estaban de más. En el interior, descubrí los resguardos de seis entradas para el cine Benlliure, de Madrid, ya desaparecido, para ver Bean, el 30 de junio de 1997 a las 16.30 horas.

Hace una semana, al reencontrarme con el ejemplar, precisamente mientras aliviaba algunas estanterías de objetos absurdos, y los tiraba, volví a experimentar el mal cuerpo del primer día. Cada vez que intento ponerme en la cabeza de la prima de Verónica, a la que esta había regalado la novela de Capote, soy incapaz de explicarme qué la llevó a desprenderse del libro. ¿Se vio en algún tipo de aprieto? ¿Odió el libro después de leerlo? ¿Acaso rompió la relación con Verónica, y se deshizo de cualquier cosa que se la recordase, incluidos sus regalos?

Fuese lo que fuese, Verónica amaba Desayuno en Tiffany's, y también aquel preciso ejemplar, pero por encima de eso amaba más a su prima, a la que se lo cedió con la esperanza de que también ella se conmoviese ante Holly Golightly. Y, sin embargo, tanto amor ajeno acabó en una librería de viejo y más tarde en mis manos.

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