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La brutal y genial odisea que merecemos

HAY ALGO QUE que diferencia el uso de un aparato digital de cualquier otro sofisticado artilugio o máquina cuyo funcionamiento no dependa de un hardware sobre el que se haya instalado un software; sino del conjunto de piezas con nombres que, por muy técnicos que resulten, cuentan con su propia entrada sin cursivas en cualquier diccionario.

Las placas electrónicas, circuitos, chips, algoritmos, códigos de programación y ondas de radiofrecuencia acaban desarrollando un maligna tendencia hacia la multifunción, un síndrome que reduce la máxima de cada cosa a su tiempo a una cosa para cuando sea. Un virus de cualidad autoinmune que, dicho sea de paso, se ha expandido hasta abarcar casi cualquier actividad humana sin apenas darnos cuenta.

Es difícil concretar cuándo comenzó, aunque supongo que hace más o menos medio siglo, el día en el que, alrededor de las 5:45 A.M, sonaron los primeros radio-despertadores. Miles de personas interrumpieron por primera vez su sueño de manera simultánea y bajo la misma sintonía, es decir, dos acciones comunes pasaron a ser una sola.

Los avances tecnológicos hicieron un gran esfuerzo por concebir ese pequeño artilugio que hiciera de todo, lo suyo y lo de los demas.  El auge de los relojes digitales es un buen testimonio de ello. De pronto, entre los 80 y los 90, a un reloj se le debía pedir mucho más de la hora. En realidad, poco importaba cuáles fueran los extras, aunque cuánto más tuviese, mejor. Además del elemental cronómetro de precisión centesimal o del modo de cuenta atrás, estaban las alarmas; y a partir de ahí, la posibilidad de un sin fin de extras: calculadora, mando a distancia, vídeojuegos, franjas horarias, medidor de altitud...

El éxito no llegó gracias a una espectacular acogida entre ingenieros y alpinistas, sino en niños de 12 años, sin duda obsesionados con la posibilidad de algún imprevisto submarino

Evidentemente, el éxito no llegó gracias a una espectacular acogida entre ingenieros y alpinistas, sino en niños de 12 años, sin duda obsesionados con la posibilidad de algún imprevisto submarino, que, en cuanto uno de estos relojes caía en sus manos lo primero que hacían (hacíamos) era comprobar que fuese sumergible hasta al menos 100 metros de profundidad y que la luz funcionase con normalidad.

Con los años la tecnología ha acabado por atinar en la búsqueda del cachivache definitivo. Al fin ha conseguido aglutinar un sin fin de usos para los que originalmente se necesitarían varios aparatos. El teléfono, la radio, la televisión, el reloj-despertador, el ordenador, el tocadiscos, la cámara de fotos, la de vídeo, el periódico... Estos objetos y muchos otros han ido despareciendo, irremediablemente absorbidos por smart phones y tablets. Y eso no es todo, también han conseguido no solo conectarnos, sino apelmazarnos en una misma pantalla nuestros egos, emociones, recuerdos y aficiones y mezclarlo en un maremagno información desinformación, promociones, crítica, descalificativos y un sinfín de pérdidas de tiempo, un maremagnum en el que la inmersión cotidiana, con o sin reloj, es prácticamente ineludible.

Es tal el punto que, a la hora de redactar algo cualquier contenido digital, debemos pensar en la calidad de nuestros textos deja de ser primordial. La estuctura gramatical debe de ser complaciente con los algoritmos de búsqueda de Google y con titulares que alcancen a a suscitar el interés suficiente como para ser clickados entre tanta competencia de gatitos, vídeos, memes y fotos de familia y amigos. Los títulos tendenciosos siempre serán bien recibidos así como cualquier calificativo que implique cierta subjetividad. De hecho, es probable que hayan sido precisamente los calificativos en el título de este artículo lo que le ha llevado a leerlo.

La red está plagada de 'geniales' declaraciones y 'brutales' sucesos. Un curioso retrato que nos demuestra que empatizamos con lo que consideramos inteligente tanto como nos sentimos atraídos por lo monstruosamente desproporcionado. Y así lo hacemos constar dejando nuestro instintivo rastro de retweets y clicks en el me gusta, invisible para el mundo exterior.

Precisamente el otro día leí en alguna parte que hay quien dice haber vuelto a la máquina de escribir para no distraerse con otro tipo de funciones que pueda ofrecer el soporte. Mucho me temo que el resultado del estrépito de una sesión de redacción en una de esas máquinas es el ruido del árbol que nadie oye caer.

Pensando en eso que dicen de los cíclico de la historia y la expansión y contracción del Universo no puedo eludir la famosa escena de los primates de 2001: Odisea en el espacio. Se me ocurre si podría llegar el día en el que el objeto que ahora nos cabe en la palma de la mano y llevamos en el bolsillo acabará por succionarnos por completo, a la humanidad entera, nuestros logros, nuestro conocimiento, nuestra memoria e inteligencia; el lenguaje, el nombre de esas piezas de herramientas que hayan dejado de existir milenios atrás; que haya sido capaz de succionar al humanidad entera y afuera quede solo el primitivo simio sin herramientas, perdido en su desierto semántico y agarrado a un único y gutural hiperónimo multitarea y que ni recuerde que fue quien puso allí el inquietante monolito.

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