Secretos de Sandor Marai en Nápoles

"Marai defiende el papel histórico de la burguesía, y la retrata de modo magistral, pero descubre debajo de los salones y las cuentas corrientes todo un mundo de deseos ilimitados, tragedias, pasiones"

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ESTÁBAMOS ALLÍ, en el Posilipo, en las afueras de Nápoles. En el sitio donde Gerard de Nerval vio una erupción del Vesubio, donde sacó fuerzas para El desdichado: "Mi única estrella ha muerto, y mi luto constelado /lleva el Sol negro de la Melancolía./ En la noche de la tumba, tú que me has consolado/ háblame del Posilipo y del mar de Italia". Habíamos encontrado la casa donde vivió unos años Sandor Marai. Marai bajaba la callejuela donde vivía y caminaba por la avenida Posilipo, miraba la bahía de Nápoles, la isla de Capri y la isla de Ischia. 

Recordaba trazos de su vida. Se enfrentó al nazismo y después no quiso convertirse en un zombie del régimen comunista. Era un escritor muy valorado en toda Europa y se metió en las tinieblas durante cuarenta años. Se suicidó en San Diego a los 89 años. No quería, como explica en su Diario, soportar las miserias que sufrió su mujer agonizando en los hospitales. Y poco después lo descubren los italianos. Y más tarde publican sus libros en España. Y comienzan a admirarlo otra vez en todas partes.

Recordé lo que me pasó cuando leí El último encuentro. Esa novela soltaba un delirio lúcido y agónico, había un personaje que en una conversación interminable revelaba los secretos de toda su vida, me vi atrapado, como si me estuviera muriendo, como si me rasgaran los velos.


Se había convertido en un perfecto desconocido, que todo el mundo había dejado de escucharle, porque la maquinaria había caído sobre él y se había negado a adocenarse. Era un burgués con hechuras de resistente, estaba dispuesto a desaparecer con tal de no falsear su voz


Marai defiende el papel histórico de la burguesía, y retrata a la burguesía de modo magistral, pero, como Balzac, descubre debajo de los salones y las cuentas corrientes todo un mundo de deseos ilimitados, tragedias, pasiones. Nos enfrenta a la vida sin componendas, nos coge por el cuello y nos mete bajo el agua, nos dice: ya está bien, gilipollas, ahora tienes que tragarte todo el vino y dirás todo lo que sabes. Se apodera de la gente como un desconocido que nos lo suelta todo en un tren en una noche interminable.

Recordé La mujer justa —¿cómo habría que traducir eso?, en realidad se refiere a la mujer más apropiada para uno, a la mujer que exactamente conecta con uno— un burgués lo arriesga todo porque descubre que una criada es la mujer de su vida, pero resulta que para ella se trata solo de conocer la vida de los ricos y la mujer de tu vida no existe. ¿Hay un pesimismo radical, una inmersión dantesca, o un deseo de saber de una vez por todas qué ocurre con nosotros?

En La hermana un músico agoniza durante meses en Florencia , discute sobre el sentimiento con el médico y en mitad de la noche oye como una monja que parecía la mujer más rígida e impasible le dice que lo ama antes de desaparecer para siempre. En divorcio en Buda se manifiesta en una noche un secreto que un hombre había arrastrado durante toda una vida, una pasión profunda que estaba velada por palabras triviales y costumbres anodinas, un inconsciente que los personajes ni siquiera sospechaban y que estalla con delirio en una confesión interminable. Marai nos agobia en la noche con confesiones abrumadoras y sorpresas abismales.

Me acordé de El extraño, de aquel hombre que hace un viaje burgués y banal y sigue todas las formalidades y habla en tono intrascendente con todos los compañeros burgueses, pero al llegar a Dubrovnik ya no puede soportar más y se retira en una barca solitaria a una isla que hay enfrente aunque asombre a todo el mundo y decide cuestionarse todo y se descubre como un extraño que no sabe qué ha estado haciendo y entonces todos empiezan a dar un sentido extraño a todas las cosas que antes decía y hacía, todos empiezan a creer que siempre intuyeron a alguien incomprensible y antisocial. Y es que todo burgués educado y acostumbrado a la conversación sabe que cualquier día tiene que mirarse al espejo y decirse : qué coño pasa.

Y pensé en La herencia de Esther, donde todos los parientes de una muerta se reúnen en una casa con jardín para soltarse en cuartos oscuros todas sus pesadillas soterradas, que un director húngaro adaptó de manera muy sugerente en una película que vi una tarde en la Filmoteca de Madrid.

Pensé en Sandor Marai mirando el mar Tirreno en Posilipo. También él fue durante cuarenta años un profesor convencional y educado, con modales burgueses. Había aceptado por dignidad su ostracismo, pero llevaba en sus manos páginas abrumadoras e incendiarias. No lo sospecharon los que fueron sus vecinos aquellos comienzos de los años 50. Y tampoco ahora las autoridades se enteran, hay una placa en la casa de al lado, pero no en donde vivió (Niccolo Ricciardi, 7), porque está en ruinas y no hay ni donde ponerla. Un arco da paso a un jardín selvático y hay una mesa de hierro tirada en una esquina. Allí pasaba los anocheceres mirando la bahía. La casa fue destruida por un terremoto en 1989 —el mismo año en que se suicidó ¿habrá algo de oculto en eso?— y no la han rehabilitado.

Pensé delante de Capri: es uno de los escritores más prodigiosos del siglo XX. No es solo un buen escritor, alguien que usa bien las palabras, es alguien que te remueve la vida, que te descubre tus demonios, que hace que te asombres de ti mismo. De esos escritores no hay muchos. Tiene una sabiduría tenebrosa como Dostoyevski, te revuelve la olla de caldo como Celine. Cuando leí El último encuentro me quedé trastornado. Aquello era una conversación, una conversación al final de la vida, en que dos personas se cuentan lo que se han ocultado siempre, en que se dan explicaciones que llevan toda la vida postergando. Es el encuentro final en que dos tipos en una noche se hablan sin tapujos aunque sin perder la elegancia. Y nos invitan a todos a hacer lo mismo sin esperar a la muerte.

Durante tres años estaba allí en Posilipo, en lo alto de la montaña de Nápoles, y nadie se fijaba en quien era, no llamaba la atención, tal vez saludaría con toda normalidad a los vecinos, y aceptaría que se había convertido en un perfecto desconocido, que todo el mundo había dejado de escucharle, porque la maquinaria había caído sobre él y se había negado a adocenarse. Era un burgués con hechuras de resistente, estaba dispuesto a desaparecer con tal de no falsear su voz. Y siguió escribiendo durante montones de años en su Diario y se fue a Estados Unidos como profesor. Y luego explotó su obra por todas partes.

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