Lista mínima a favor do outono

EL OTOÑO parece ser tiempo de listas. No paro de leer listas de cosas que hacen que esta época del año merezca la pena, de actividades para cuando llega y me asombra el entusiasmo con el que muchos parecen entregarse a una estación que, no lo olvidemos, desemboca inexorablemente en el invierno. Invierno en Lugo, ese páramo. Lo que quiero decir es que puedo entender que gusten las bufandas o las chaquetas de lana, incluso sin ser moderno, pero no que lo hagan tanto. Las setas, las castañas, los cocidos... eso es otro cantar. En fin, que en función de los propias devociones una comprende mejor una lista u otra, la inclusión de un elemento, la justificación de por qué está ahí.

En la imaginaria que todos hicimos de niños -antes de la vuelta al colegio y cuya actividad balsámica a mí me duraba exactamente un día, el primero- casi todos citábamos lo mismo, pero por razones diferentes. La caja de lápices Alpino, por ejemplo, o de rotuladores Carioca, ambas poderosísimas razones para no lamentar, aunque fuera por cinco minutos, ponerse el mandilón. Conozco a quienes se deleitaban con la perfección de los lápices alineados, con esa sucesión todavía virgen que no conocía el sacapuntas, que hallaban cierta paz de espíritu en su mera contemplación, ajenos aún a las agustias que traía consigo tener que reordenarlos sin fin en la caja para hacer escaleras exactas de mayor a menor cuando (es ley de vida) empezaban a pintar y a afilar. Eran los mismos que únicamente pedían a los rotuladores un deslizamiento decidido sobre el papel, sin parones o dudas, una rotundidad al pintar que solo tienen al poco de estrenarse, cuando no los has abierto y cerrado mil veces y la esponja ya se ha resecado.

Yo, sin embargo, podía vivir feliz con los lápices colocados en la caja como aludía su nombre: en formación montañosa. No me importaba si uno era más largo (el blanco, siempre) y el que le seguía era el más corto y luego otro largo de nuevo. Lo único que apreciaba era si conservaban o no el olor. Abría la caja y aspiraba ese aroma a madera y a la laca que recubría cada uno para ayudar a distinguir de qué color se trataba y el tedio del colegio parecía estar justificado. Con los rotuladores era peor, los destapaba y olisqueaba concentrada y hasta me parecía distinguir el aroma de uno y otro con precisión de sumiller. Como estoy convencida de que la capacidad evocadora que Proust atribuyó a comer una magdalena empapada en té, en realidad se refería al olor del bollo y no a su sabor, como no conozco nada capaz de retrotraerme con más eficacia que algunos olores, soy todavía incapaz de estar frente a un rotulador y no esnifarlo prácticamente. Y, pese a esa lamentable costumbre, no pondría ya en mi lista de preferidos del otoño ni los Alpino ni los Carioca. Se ve que Heráclito tenía razón y no se puede olisquear dos veces el mismo rotulador: ni tú eres la misma, ni él huele ya igual.

Por mucho que los elementos que las compongan me alejen de su redactor, me encanta leer listas. Es una forma absolutamente imperfecta de ordenar el mundo y de intentar reducirlo a un tamaño que nos resulte más aprehensible, tarea que ya sabemos inútil pero que igualmente emprendemos con la esperanza de que algún día acabe por funcionar y, al fin, entendamos algo y nos expliquemos algo.

Admiro a los confeccionadores ingeniosos, a los minuciosos, a los que las listas les salen redondas pese a las omisiones que, por definición, tienen todas. Como el protagonista de Alta Fidelidad, obseso redactor y presencia constante en todas las listas sobre listas, capaz de sublimes creaciones como «las diez chicas que no viven en mi barrio pero que no me importaría que lo hicieran» o de mi preferida «cosas que de niño te hacían olvidar dónde estabas, con quién y la hora que era», esa en la que yo, está claro, incluiría oler los Carioca. O Borges, otro virtuoso del tema, que en El idioma analítico de John Wilkins atribuye a una supuesta enciclopedia china la mejor de las divisiones en grupos de los animales, esa en la que hay categorías para los que «acaban de romper un jarrón», «pertenecen al emperador» o «que de lejos parecen moscas». O Woody Allen en Manhattan, donde compone una certera lista de motivos por los que merece la pena vivir entre los que incluye a Groucho Marx, el Potatohead Blues de Louis Amstrong o las peras de Cezanne, además del rostro de su amada en la película, Mariel Hemingway. Muchos encontrarán curioso que también cita en ese selecto grupo de razones para la existencia a Sinatra.

Precisamente él (Allen, no Sinatra) está en mi lista de razones por las que no está tan mal que el otoño haya llegado. Ver su nuevo estreno es un motivo de reconciliación con una época del año que no me entusiasma. Eso y el caldo, por supuesto.

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