Formas de empezar el año

DIGO 2015 Y me parece un año de Los Supersónicos, pero me decepciona saber que solo es evocación. Crecí creyendo, convencida, que en mi vida adulta solo vestiría monos de ‘La guerra de las galaxias’ e iría a trabajar en platillo volante y aquí seguimos todos, en 2015 señores, con los mismos vaqueros de siempre. No me lo explico.

A Anne y a Ramón, desabrigada y abrigado respectivamente, les siguen, como siempre en perfecta alternancia, anuncios de colonias con nombre de famoso y de medicamentos para el resfriado, la justa combinación de parafarmacia y farmacia que es, que sigue siendo, el hombre del 2015. A sus pies, un mar de gente se abraza a las doce. Y poco después se da paso al horror encapsulado que son los programas televisivos de fin de año. Siempre me ponen triste porque no puedo parar de pensar en que se grabaron, quizás, un lunes a primera hora y alguien del público se vio obligada a subirse al bus urbano con el vestido de lentejuelas bajo el plumífero y a darlo todo con solo un café.

Pero así empiezan todos los años, con la detallada explicación de las campanadas como si el reloj de la puerta del sol fuera un cohete de la Nasa capaz de hacer el viaje de Interstellar y la atropellada deglución de doce uvas en el preciso instante en el que menos te apetece comerte uva alguna. Es la tradición y la tradición no se discute, más bien se reproduce acríticamente allá donde vas y por muy futurista que creas que debieras ser a esas alturas.

Citarse en el centro de una ciudad para brindar y abrazarse es una de ellas. Y se reproduce ajena al frío, lluvia, nieve o elevada concentración de personas porque la celebración está por encima de nimiedades como los labios amoratados o los codazos incrustados en el costado. En Shanghái salieron al Bund a celebrar el nuevo año y la apertura de una nueva torre y una estampida provocó la muerte de 36 personas. Es una noticia espantosa, registrada en un espacio abierto y en un país que se caracterizaba por no tener predilección alguna por la Navidad, lo que lo convierte todo en más absurdo todavía.

Las cosas han debido de cambiar. Hace diez años yo celebré mi primera Navidad en China y en fin de año, después de la cena, cogí un taxi con unos amigos para ir a Tiananmen. El taxista no entendía nada: aquello iba a estar vacío, hacía un frío que pelaba y no había restaurantes ni bares en la zona, ¿qué queríamos? Celebrar el fin de año, buen hombre. Seguía sin entender. Allí nos dejó, estupefacto, a cuatro españoles con vasos de plástico llenos de uvas y una botella de pseudochampán en una bolsa, a las doce menos cuarto de un 31 de diciembre nevado, en un momento de frío tal que toda la ciudad parecía estar crujiendo, como si se hubiera podido hacerla añicos solo de un estornudo.

No éramos los únicos descerebrados allí concentrados. Como el asunto de reunirse en espacios públicos a acabar el año para recibir el nuevo es una tradición extendida éramos un grupo muy internacional y muy congelado. Cada uno lo cantó a su manera: nosotros gritando las campanadas en modo ascendente a medida que tragábamos uvas, el resto descontando desde el diez los segundos que quedaban para las doce. La entrada de la Ciudad Prohibida relucía entre la nieve con los neones rojos que la perfilan todo el año cuando cae la noche. Luce igual alrededor del retrato de Mao, de forma que parece que en vez de homenajearle fueran a ponerlo de un momento a otro en el escaparate de un todo a cien.

Al fin el reloj marcó las doce en punto, se gritaron felicitaciones, se descorcharon botellas y sonaron besos. Y todo desembocó en la más negra oscuridad. Como todos los días del año, todas las luces de la Ciudad Prohibida se apagaron a las doce de la noche. Como todos los días porque ese era un día más. Fue la última vez que el momento exacto del cambio del año me pilló a descubierto y de las últimas en las que estaba en un lugar donde el 31 de diciembre es un día como cualquier otro. No está mal seguir la tradición, ayuda a marcarnos un ritmo y a cocinarnos por dentro unas ilusiones, algo que nunca sobra.

Feliz año

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