Domingo de Resurrección

Pasión. Foto: EFE
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YO TAMBIÉN formo parte de ese ochenta por ciento de la población española que la Iglesia inmatriculó al descuido, como si fuéramos olvidadas ermitas en monte comunal o campos da festa peligrosamente cerca de la casa parroquial. De poco sirve lo que uno piense ahora, después de tanto tiempo, porque aquel día que mis padres decidieron que no querían en casa bebés con pecado original, firmaron por mí un contrato del que es más difícil escapar que del de cualquier empresa de telefonía. Si todos los documentos públicos y privados tuvieran en este país el rango del certificado de bautismo, otro gallo nos cantaría.

Supongo que esta manga ancha tan rara en nuestra jerarquía eclesiástica vale para explicar el baile de cifras que nos traemos en esta reserva espiritual, en la que uno de cuatro ciudadanos se define como católico, pero en la que solo un doce por ciento de ellos admiten que van a misa los domingos, por centrarnos únicamente en el precepto más sencillo de cumplir. Y explica también el milagro de la multiplicación de los cofrades y los fieles en Semana Santa, uno que por repetido cada año no deja de asombrar. Es lo que tenemos, que para un mandamiento que decidimos respetar, con lo recomendables que son algunos de ellos, elegimos el de santificar las fiestas.

Más allá de la liturgia, que en muchos lugares tiene un innegable y muy apreciable sentido del espectáculo, a mí nunca me acabó de convencer mucho esta forma tan nuestra de celebrar la Semana Santa, ni siquiera cuando era pueblo en procesión, que todos tenemos nuestro pasado. No me encajaba tanto fervor y empeño en la glorificación del martirio y la muerte para después cumplir con la resurrección como si fuera un trámite molesto.

Porque una condena injusta, con su consecuente tortura y ejecución, está al alcance de cualquiera, mucho más en tiempos de los romanos, pero yo creía que lo que nos hacía especiales era que adorábamos a un hombre resucitado, a alguien capaz de vencer a la muerte, la promesa de la vida eterna. Y, sin embargo, toda la entrega y la puesta en escena se iba en el drama previo, y las procesiones del Domingo de Resurrección se quedaban en mera formalidad, con los fieles y los cofrades mustios, como de resaca después de la orgía de sangre, llanto y golpes en el pecho.

A lo mejor es cuestión de carácter, de que alguien con mi sentido lúdico de la vida y mi manía de resucitar cada mañana no tiene la predisposición para la fatalidad que requiere una Semana Santa como Dios manda. Conservo, al menos, el sentido de la estética, lo que para cuatro ratos al paso de las Dolorosas, bien vale.

He de reconocer, sin embargo, que este sigue siendo un país de Semana Santa, porque siempre ha sido muy de drama y de muertes largas y tortuosas. Hay pocos pueblos que sepan regodearse en su propio sufrimiento con el sentido del decoro que exhibimos por aquí, con una resignación y un empeño dignos de procesión. Y es que son ya muchos siglos de constante guerra de cofradías, de peleas de capirotes, vecino contra vecino por treinta monedas mal contadas, el país entero hecho un eccehomo siempre a punto de caer otra vez, en un interminable calvario interrumpido por inoportunas resurrecciones cada diez minutos.

Por aquí pasamos del imperio al desguace, de la euforia a la depresión, de la unidad al despiece, de la Champion League de la economía al rescate, sin perder el empaque ni la fe en nuestra propia resignación. Solo un pueblo que sabe flagelarse las espaldas ante la multitud como este, que es capaz de caminar descalzo o de rodillas en pos del incierto perdón de los pecados, que puede humillarse con semejante templanza ante un trozo cualquiera de madera policromada, solo un pueblo así, digo, puede dar al mundo la lección de mansedumbre ante su propio calvario que está dando.

No estamos hechos para resurrecciones duraderas, sino para agonías eternas. Estamos forjados en la resignación y la saeta. Los cofrades que aún aguanten y los fieles de fiesta de guardar saldrán este domingo con cara de circunstancias, de trámite, a dar, un año más, un carpetazo insustancial a sus devociones, casi apenados por tener que llevar sus pasos de regresos a los templos ante el triunfo de la vida sobre la muerte. Es este, evidentemente, un país de Semana Santa, una sociedad inmatriculada.

(Publicado en la edición impresa el 20 de abril de 2014)

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