Biografía de solapa

YO VENDÍ PASTILLAS. Más bien ayudé a venderlas o de eso se supone que iba todo aquello. Quiero decir que participé en el anuncio de un presunto medicamento para la diabetes, no que trapicheara con drogas recreativas.

En mi primer año universitario en Pekín hice varios trabajillos de esos que si fuera una novelista anglosajona se citarían en la biografía de solapa de mis libros: peculiares, anecdóticos, que en el momento solo sirven para sacar un poco de dinero y, a posteriori, si te conviertes en novelista anglosajona.

Por el campus de mi universidad, que tenía una tasa de alumnado extranjero altísima, pululaban reclutadores a la búsqueda del occidental que diera el toque exótico a un anuncio o, con suerte, telenovela o película. Me convertí en actriz accidental un sábado tempranísimo cuando un autobús nos recogió a una veintena de incautos para pasar un día de rodaje en un hotel. La única consigna era la de ir bien vestidos. Me planté con lo creí más cercano a cumplir esa petición: pantalón negro y camisa blanca. Creo que lo clavé, como una verdadera aspirante en Hollywood donde todas las camareras de pantalón negro y camisa blanca son, en realidad, actrices esperando el papel de sus vidas.

En el destartalado bus, todo era expectación. Entre bostezos, los más enterados, los expertos, los que ya habían salido en anuncios simulando comprar casas con trajes demasiado grandes o cerrar acuerdos de negocios con empresarios chinos en despachos de cartón piedra nos informaban a los demás. Lo único que había que hacer era seguir a rajatabla las instrucciones y no hablar durante el rodaje. Los novatos agradecimos con desgana consejos tan pobres, pero fuimos al grano: ¿de qué iba el anuncio, por amor de Dios?

El escenario resultó ser una sala con mesas corridas orientadas hacia una mesa presidencial, todas cubiertas con manteles de pesado terciopelo rojo y tazas de té con tapa, de esas sin las que dos chinos ni siquiera se reunirían a hablar del tiempo. En ese Palacio del Pueblo a escala nos hicieron vestir batas blancas y nos explicaron, al fin, que éramos médicos asistiendo a un congreso internacional en el que se presentaba un nuevo medicamento contra la diabetes. Nos dieron entonces unas instrucciones mucho más expeditivas que las que habíamos recibido en el bus: «No os durmáis, no os riáis cuando la gente esté hablando, no señaléis con el dedo». Lo básico del mensaje nos reveló que las esperanzas del equipo de estar frente el próximo De Niro eran inexistentes. Nos sentimos levísimamente insultados pero como nos iban a pagar unos 50 ansiados euros no estábamos para dignidades, así que tomamos asiento con seriedad científica y empezó el rodaje.

Entre lo que se supone que es un congreso médico en China y el concurso de Miss Mundo hay fundamentalmente una diferencia: la belleza. Durante horas interminables, señores circunspectos se pasearon frente a un sufriente auditorio con la caja del medicamento en la mano, mostrándolo como azafatas de Telecinco. Para intervenir se acercaban al micro de pie que estaba en el centro de sala; detrás, los integrantes de la mesa presidencial, una selección de razas y edades tan cuidada que parecía estar patrocinada por Benetton, hacían lo posible por asentir con convicción. Delante, nosotros, el vulgar público de asistentes al supuesto congreso, luchábamos por no desfallecer. Empecé a entender las instrucciones que horas antes me habían ofendido.

Pese al sopor, todos nos percatamos con abrumadora certeza de que nuestra gran actuación iba a ser emitida en bucle por un canal de teletienda: ese medicamento no era serio. La sospecha se confirmó cuando en un descanso el director nos explicó que los médicos extranjeros también teníamos que discursear sobre el fármaco y que ni nos molestáramos en intentarlo en chino, podíamos hacerlo cada uno en nuestro idioma porque nos iban a doblar. Ese hombre no sabe lo que hizo. Al fin, el auditorio despertó.

Un chileno habló casi diez minutos sobre la mala pinta que tenía el anuncio, lo tirano que parecía el director, cómo no daría ese fármaco ni a su peor enemigo. Un texano se explayó sobre la evidente similitud del logotipo del fármaco con el de la Warner Bros y los múltiples delitos de propiedad industrial que parecían estar cometiendo aquellos para los que trabajábamos. Un italiano gesticulante se animó a tachar de surrealista todo el rodaje y a apostar que nadie nunca compraría las pastillas. Fue una sucesión de críticas, a cada cual más encendida, pero pronunciadas todas, eso sí, como si se estuviera declamando a Shakespeare, con verdadera pasión e intención de convencer, mientras se señalaba y se miraba devotamente la caja del medicamento. El director estaba encantado, esa sí que era pasión por el producto.

Mordiéndonos los mofletes por dentro para no carcajearnos, llegamos al fin del spot, que estuvo, sin duda, a la altura de las circunstancias. En la última escena, el congreso en pleno compartía pastel de merengue y una copa de vino para celebrar la buena nueva del panorama farmacéutico. Nada mejor que una tarta bien azucarada en un anuncio dirigido a diabéticos.

En fin, creo que con mi intervención en ese encantador anuncio y mi participación como voz de diccionario electrónico -también una aventura- tengo suficiente para una biografía de solapa bien pintona. Ahora solo me falta escribir la novela. Minucias.

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