Historias de Lugo

Un siglo de higiene personal

Hasta finales del siglo XIX, lavarse no estaba muy bien visto. Sin embargo, los avances científicos de la época determinaron la importancia de la higiene para prevenir enfermedades. Surgió, entonces, la necesidad de hacer jabón. En Lugo, hubo varias fábricas.

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photo_camera Sala de envasado de jabones en la fábrica de La Toja. EP

Lavarse con agua y jabón escosa de anteayer. Hasta hace siglo y medio, se consideraba que el agua hacía más estragos en el cuerpo que beneficios. Pero todo cambió a partir de entonces. El desarrollo de la microbiología, junto con otros avances médicos de la  época, determinaron que una correcta higiene personal frenaba la aparición de ciertas  enfermedades. A su vez, comenzaron a surgir instituciones que difundían entre la población la importancia de la higiene con un objetivo fundamental: acabar con epidemias causadas por la insalubridad y la malnutrición como el cólera-morbo.

Esta enfermedad se propagó en Lugo, causando una fuerte epidemia, a principios del XIX. Una de las medidas que se adoptó para frenar el avance del cólera fue prohibir, a partir de 1834, las inhumaciones de cadáveres dentro de la ciudad. Se trataba de los que había en San Marcos y en la parte interior de la Porta Falsa, según describe Pascual Madoz en su ‘Diccionario Geográfico-Estadístico’. A partir de entonces, se habilitó una necrópolis provisional en extramuros, cerca de la carretera real (la que iba a Madrid), hasta que en 1841 se hizo otro cementerio en O Carme del que Madoz decía que era «bastante capaz y consta de una cerca con nichos y una buena capilla».

Paralelamente, comenzaron a promulgarse normativas como el alejamiento de industrias y mataderos de los núcleos urbanos. También empezaron a mejorarse las condiciones higiénicas de las calles con las primeras redes de alcantarillado y de la vivienda,  especialmente entre la clase burguesa, que se iniciaba también en los baños de mar y termales como fuente de salud.

En medio de todo este contexto social, surgió la demanda del jabón y de los primeros productos de limpieza doméstica. En los inicios, un solo jabón servía para todo: para la cara sobre todo pero también para distintas partes del cuerpo, el lavado de la ropa y la limpieza del suelo de las casas.

El jabón comenzó a ser un producto de necesidad y empezaron a instalarse en Lugo pequeñas fábricas de jabón, que proliferaron hasta mediados del siglo XX.

En 1908, se anunciaba en El Progreso una fábrica de jabón en Lugo, La Campana. La regentaba Hipólito Pillado y estaba en Friás, frente a la estación del ferrocarril —apuntaba el anuncio—, en la carretera de Castro.

«Se recomienda al público que pruebe estos jabones, garantizándole que superan en clase a los de Castilla y Sevilla por su consistencia, suavidad y espumosidad, por ser elaborados con aceite de oliva de primera calidad como puede observarse por su buen aroma», decía el anuncio.

Los jabones La Campana se vendían al por mayor en la propia fábrica, frente a la estación, aunque las oficinas estaban en la Ronda da Muralla (antes Ronda de Castilla), en una casa llamada Villa Emma, todavía existente entre la Porta de San Pedro y la de A Estación, próxima a Pastor Díaz.

 

El Progreso también anunciaba en 1921 la fábrica de jabones La Bandera. Estaba en Caiñós —entonces, considerado como barrio y no solo calle, como ahora— y allí se producían —como reflejaba la publicidad— «jabones de varias clases y elaboración esmerada».

De las primeras décadas del XX, también son otras fábricas de jabón localizadas en distintos puntos de la provincia como, por ejemplo, El Eo, de Ramón Puelles, en Ribadeo, que también produce lejías; Industrias Vejam, un almacén de coloniales y fábrica de jabón de Rábade; Domingo Cordero Fernández, que anunciaba «una gran fábrica de jabón», además de depósito de abonos químicos, en Boizán, Vilalba.

Además de las empresas locales, que hacían jabones a pequeña escala, comenzaban a surgir otras industrias más fuertes que, con el tiempo, coparían el mercado. La todavía conocida marca Heno de Pravia tiene sus orígenes en 1903. La montó un empresario vasco, Salvador Echeandía Gal, que también sacará varios productos bajo la marca Gal. Un día viajó a Pravia, Asturias, y le gustó el olor del heno recién cortado. De ahí sacó la idea de hacer un jabón. Más tarde, haría una fuerte campaña publicitaria donde vendía el jabón como «el preferido por la mujer española», provincia a provincia.También para la mujer de Lugo.

Pasión por los suelos brillantes
En 1917, la Droguería y Cooperativa Cívico Militar, regentada por los señores Iglesias, vendía en Conde Pallares la cera Keros, «para lustrar pisos, muebles y mármoles».
Patria
En la misma calle, Jacinto López vendía, siete años después, el limpiador Patria, «indispensable en todas las casas de familia». La caja costaba 50 céntimos.

 

Desde el miedo a enfermar por lavarse hasta el uso de las estufas de desinfección
En toda la historia, los más limpios fueron los romanos, que no perdonaban un baño en las termas pues creían que el agua era fuente de salud. Pero esa idea se fue a pique en las centurias siguientes hasta casi principios del siglo XX. En la Edad Media, la costumbre era bañarse poco. El agua debilitaba los órganos si atravesaba los poros y hasta se pensaba que una costra de suciedad podría ser protectora. Lo habitual era lavarse solo la cara y las manos. Se orinaba y defecaba en la calle y en casa se recogía en un recipiente y se vertía por la ventana.
Cambios
El papel higiénico no se inventó hasta mediados del XIX. Había periódicos que se publicaban con un agujero para que, una vez leídos, se colgasen en un alambre y sirviesen para esta tarea.
En España, el primer dentífrico salió, en forma de colutorio, en 1876. Fue Licor del Polo y lo inventó Salustiano Orive destilando raíces de jengibre, pelitre, lirio, nuez moscada y pimienta negra.
Los pañuelos de papel surgieron en la Primera GuerraMundial (1914-1918) cuando la escasez de algodón obliga a buscar otro material para los vendajes, que será el algodón de celulosa. Más tarde los usaban las estrellas de cine para desmaquillarse.
En 1913, el salón de peluquería de Eduardo López, en Conde Pallares, disponía de una moderna estufa de desinfección, que consistía en una caldera de vapor alimentada por carbón. Al agua se le añadía formol. Se usaba en el Ejército y en hospitales.
El Progreso anunciaba, en 1929, el desinfectante Creolina, basado en aceite de hígado de bacalao y usado también para impedir que los perros orinasen en cualquier parte.
Las primeras compresas se llamaban Celus. Una docena costaba 3,50 en 1931. Estaban hechas de celulosa quirúrgica.

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