El consumo de vino sirvió, a lo largo de la historia lucense, para sufragar el cuartel de San Fernando, las torres de la catedral y, también, el primer hospital público que se construyó: el de Santa María. Un hospital que nació gracias a la determinación del alcalde Ángel López Pérez, hace ahora un siglo, y con cargo a los erarios del Ayuntamiento y también al arbitrio de 10 céntimos en el litro de vino y los donativos que hacían los lucenses para tener un centro sanitario de atención médica más digno que el existente hasta entonces, en la parte posterior del convento de las Agustinas, en Santo Domingo.
El hospital se puso en marcha doce años más tarde, en 1930, dirigido por el cirujano Rafael de Vega, que sería fusilado seis años después por su pasado republicano. Fue construido siguiendo el modelo del hospital de Valdecilla, en Santander, y disponía de cinco pabellones distintos dedicados a medicina, niños, dementes, oftalmología y militares, pero todavía no tenía calefacción.
Hasta 30 años después, con la puesta en marcha del hospital de Calde, no habría calefacción en ningún centro sanitario público en Lugo.
De todas formas, las condiciones higiénicas del hospital de Santa María mejoraban muchísimo las de sus predecesores: tanto el del convento de Santo Domingo -en las Agustinas- como el viejo hospital de San Bartolomé -en el actual colegio de La Milagrosa, en la Praza do Ferrol-.
Este último hospital, el de San Bartolomé o San Juan de Dios, funcionó durante algo más de dos siglos en Lugo, desde 1621 hasta 1860, según recoge el doctor Fernando Pardo Gómez en su libro "Historia de la medicina de Lugo y su provincia".
Con anterioridad al siglo XVII, eran tres conventos los que prestaban asistencia sanitaria en Lugo: el de San Francisco, el de Santo Domingo y el de A Nova.
El hospital de San Bartolomé tenía, entre otras dependencias, caballeriza, corral, una torre con dos altos para aposento del cura y un cementerio donde se enterraban los difuntos. El centro no admitía personas infectadas por mal venéreo, ni tampoco los que tenían enfermedades incurables o «éticas», es decir, mentales.
«En San Bartolomé solo podrán ser recibidos los que padezcan enfermedad actual de calenturas y no padezcan mal contagioso como son bubas, lepra, sarna, lamparones o ética confirmada. Tampoco se admitirán tullidos, mancos o ciegos, ni viejos que tengan estos defectos salvo si padeciesen otros males», apunta Fernado Pardo.
El hospital de San Bartolomé solo alimentaba a los enfermos durante ocho días. A partir de ahí, quedarían al arbitrio del mayordomo capellán.
Para recaudar fondos, el hospital arrendaba casas en las calles San Pedro, Clérigos, Tinería y Rúa Nova, además de en las prazas Maior y do Campo.
Con el hospital de San Bartolomé, convivía el de inhábiles de San Fernando, al lado, con 440 plazas para militares. También había una casa de beneficencia pública en el convento de San Francisco, que albergaba huérfanos, ancianos y dementes (con once calabozos de seguridad). Resulta curioso que, entre su personal, había 125 nodrizas externas y 6 internas.
En 1860, se cierra el hospital de San Bartolomé y los enfermos pasan al convento de Santo Domingo. A su vez, la Diputación pretende levantar un hospital público, que estaría en el palacio de San Marcos. Sin embargo, una vez hecha la obra, se determina que sería muy grande para un hospital y se trasladan allí las dependencias del instituto provincial y de la propia Diputación.
Las condiciones del hospital ubicado en el convento de Santo Domingo eran lamentables: las salas eran colectivas y sin ventilación.
El quirófano del hospital San Bartolomé no tenía instrumental y los llamados «locos furiosos» estaban encadenados. Tampoco había ni Rayos X ni laboratorio.
Existía también el histórico Real Lazareto, en San Lázaro, donde se trataba a los leprosos. «Estos pacientes tenían como único tratamiento una alimentación reglada consistente en pan, carne de vaca, vino y manteca, alternando algunos días con una carne más fina como carnero y gallina así como jamón, verduras y azúcar», afirma Fernando Pardo.
A finales del siglo XIX, morían anualmente de tuberculosis en Lugo unos 1.500 pacientes. La media de vida era de 46 años.
Hospitales de «sangre» y privados
En la guerra, el de Santa María pasó a ser hospital de heridos o «de sangre», al igual que el Seminario Mayor, el Círculo (se donaron camas) y el de San José, que pasó a ser después de tuberculosos antes de que se abriese Calde, en 1960.
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Este médico también puso en marcha la Gota de Leche, una institución ubicada en las Agustinas que suministraba este producto a las madres lactantes con problemas.