"Viví de falsificar lámparas árabes y sarcófagos egipcios un año"

El pintor Rafael Úbeda recordó las estrecheces de su vida en la inauguración de una muestra en el Museo Provincial de Lugo
Rafael Úbeda, en el Museo Provincial de Lugo. XESÚS PONTE
photo_camera Rafael Úbeda, en el Museo Provincial de Lugo. XESÚS PONTE

Uno puede conocer la infancia de una persona por sus zapatos. Rafael Úbeda fue un nieto de terrateniente andaluz, pero soportó la miseria durante décadas. Se nota en sus zapatos, negros como el betún, que brillarían en una noche de luna nueva. Los niños que lo han pasado mal desarrollan un instinto de llevar el calzado lustroso.

Úbeda (Pontevedra, 1932) cuenta 86 años y se suma 87, "porque los cumplo el día de la Lotería Nacional, ya no falta nada". Ya no juega. Le tocó el Gordo en 1965, cuando ganó el Gran Premio de Pintura de Roma. "Me compré un coche". Empezó a cotizarse por obras como las que expone desde este martes en el Museo Provincial de Lugo, en Cromatismo expresivo.

Su padre también se había comprado un automóvil, pero la rueda de la fortuna giró en sentido inverso para él. "Mi abuelo era de Tabernas, en la zona de Almería en la que se rodaban los westerns. Su familia tenía cortijos. Lo mandaron a estudiar a Madrid. Sacó Ingeniería Industrial a la primera. Era muy listo. El problema fue cuando mi abuelo se enteró de que no había ido a clase y que se había comprado un coche con el que se paseaba por Madrid. Lo echó de casa. Mi padre hizo la primera oposición que encontró: Telégrafos". Destinado en Pontevedra, se casó y tuvo a Rafael.

Vivían cerca de la cárcel, de la que hacían sacas en los años 40. Hubo un preso de una cadena que caminaba para ser fusilado que se escapó. Llamó a una casa. La madre del artista le abrió. El fugado atravesó el pasillo para salir por el otro extremo de la vivienda. "Como mi padre era republicano tuvo que pedir el cambio de destino. Lo mandaron a Teruel".

Rafael se buscó la vida. Pintaba para ayudar en casa, pero quería ser violinista. Fue a pedir a un profesor, el mejor de Pontevedra, que le diese clase a cambio de pintarle la casa. El docente le exigió que aprendiese solfeo en un libro. Demasiado caro. "Se lo pedí a un amigo para copiarlo a mano. Eran unas ochenta páginas".

En aquella época le gustaba la música. También la pintura. Su padre decidió que trabajaría en Telégrafos. "Un día dejé el empleo, me subí a un camión de pescado y me fui a Madrid". Aprobó el ingreso en la Academia de San Fernando para aprender arte, pero no tenía dinero. "Encontré trabajo en un taller del Rastro. Nos dedicábamos a decorar lámparas de barro, las manchábamos con aceite de coche, ceniza de tabaco y tierra para venderlas como antigüedades importadas de Israel. Otra especialidad eran los sarcófagos egipcios. Me daban unos nuevos para que los envejeciese".

Durmió durante un año en el taller hasta que se cansó. "Había hecho escenografía en Pontevedra, así que me ofrecí a un empresario teatral de Madrid, Isaac Fraga, que era de Ourense". Logró que lo contratara. "Le pedí que me dejase un camerino para que la humedad no afectase a mis cuadros. Me dejó uno abrigado en uno de sus teatros. Era tan abrigado que me achicharraba con la calefacción".

El somier era el suelo, aliviado en su dureza "por mi capa de tuno". Se cubría con una cortina roja que se usaba en las representaciones. El cuarto era pequeño, casi no conseguía entrar por la puerta. Don Isaac no sabía que no lo usaba como almacén de arte, sino como habitación; por lo que se pasó siete años levantándose a las seis para evitar cruzarse con el personal de limpieza. "Pasaba mucho miedo.A la una de la mañana bajaban la palanca de la luz. Todo quedaba a oscuras. El teatro era muy grande".

El galardón que lo llevó a Roma mató su pobreza. Tras cuatro años en Italia, volvió a Madrid. "Invité a un banquete a las mujeres de la limpieza. Eran mi familia". Tras enterrar su hambre, se sació de la vivienda que nunca había tenido. "No sabía que hacer con el dinero, así que me compré pisos".

Hubo una noche, en el camerino, en la que se despertó sangrando por la nariz. El médico le diagnósticó "miseria" y le recetó "un bistec diario".

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