Blog | Permanezcan borrachos

Una tienda inolvidable

El establecimiento nunca conoció una época próspera, pero supongo que le iba bien así, atravesando una larga y fructífera decadencia. Quizá el negocio ya nació viejo y vacío.

EN LA CALLE Pombal de Santiago, casi llegando a Galeras, hubo un pequeño negocio regentado por un matrimonio mayor. Él tenía un bigote amarillo y gris y una amplia cojera, que tal vez no fuese cojera, sino estilo. Algunos días calzaba zapatillas de andar por casa para andar por la tienda. En general, el hombre aborrecía la higiene. Los jerseys le hacían bolas y las camisas tenían lamparones. Usaba gorra y los bolsillos del pantalón le abultaban muchísimo, quizá porque se le juntaban los pañuelos limpios y los sucios. Ella vestía de negro y no era muy habladora. Cobraba en silencio, suponiendo que conocías de memoria, o por casualidad, el precio de las cosas.

Entonces hubiese querido que mi lápida dijese: "Fumaba Winston americano"

Los días que voy a Santiago y coincide que paso por delante, y ya no veo la tienda, se me abre un abismo y caigo a través de su oscuridad, mientras pienso que yo seré el siguiente en desaparecer. Se la llevó por delante el progreso, o quizá el atraso; nunca se sabe. En su lugar ahora hay una pulpería, o hubo, porque también cerró, y el local está en alquiler.

Aquella tienda nunca conoció una época próspera. En los días que la frecuenté, que podríamos definir como buenos tiempos, ya vivía un mal momento. Supongo que le iba bien así, atravesando una larga y fructífera decadencia. Quizá ya nació vieja y vacía, y por esa razón resistía al paso de los años sin necesitar apenas clientes. A mí me gustaba. Vendían periódicos y revistas más o menos viejas, y al fondo había un locutorio telefónico. Durante un año, yo entré allí todos los días, y en los cinco siguientes, ya solo de vez en cuando. Vivía a unos cien metros, en la calle Poza de Bar, sobre uno de los puticlubs que en los anos noventa proliferaban en el barrio.

Algunos días entraba a llamar a mis padres, y preguntar por los perros, otros a comprar un periódico o una revista, pero siempre a hacerme con Winston de contrabando. Para alguien que venía de un pueblo de la frontera, como Vilardevós, lo único malo de marcharse a Santiago a hacer vida universitaria, y de vez en cuando acudir a la facultad, no sabía a qué, era renunciar al Winston americano a 170 pesetas. Me resigné. Pero los milagros existen. Nada más instalarme en el barrio, rodeado de viejas y encantadoras prostitutas, un día entré en aquel negocio, que abría hasta tardísimo, para comprar tabaco, el que fuese, y el dueño me preguntó: "¿Nacional o de contrabando?" Me sorprendió, y me cautivó para siempre, aquella confianza en mi persona. En Vilardevós, hasta que los dueños del bar no se acostumbraban a tu cara, y pedías Winston, te vendían Winston legal, sometido a impuestos, y que no fumaban ni los perros callejeros. "Del otro", tenías que decirle, y entonces el tipo te miraba fijamente, de arriba abajo, buscando una señal que indicase que eras de fiar. 

No hubo, en el primer año de carrera, hasta que me mudé, un solo día en el que no entrase allí a comprar Winston. Merecía la pena, pese a la sordidez. Cualquier cosa merecía la pena ante el Winston americano. De hecho, yo había dejado de practicar deporte solo para fumar Winston de caja blanda, que era más atractiva y saludable que el fútbol o la natación. En el gesto de sacarla del bolsillo, y dejarla sobre la barra, mientras buscabas un mechero, y al fin encendías un cigarro, estaba concentrada tu biografía hasta los 18 años. Si alguien me hubiese preguntado qué me gustaría que dijese mi lápida, respondería sin titubear: "Fumaba Winston americano". 

Por lo demás, la tienda era un horror y una maravilla. El tiempo había desgastado el color del escaparate, en el que habían desaparecido las diferencias entre el rojo, el verde, el naranja, el amarillo o el negro. Por dentro olía a pis de gato. Es decir, mal. Pero qué importaba. Recuerdo que siempre había una lata de coca-cola abierta en el mostrador donde se pagaba, al lado de una pequeña caja de caudales, de color exazul. Me gustaba pensar que no la tiraban porque aún había un poco de refresco dentro, y no la bebían porque estaba asquerosa.

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