Blog | El portalón

Una señora merluza

"NUNCA HABÍA visto una tan grande", le dijo una mujer a la amiga que llevaba del brazo. 

Agarrarse del brazo, pegándose bien, es un comportamiento que facilita la comunicación no verbal. Cuando se ve algo llamativo, por lo que merece la pena detenerse y suspirar, solo hay que mover ligeramente el codo en dirección a nuestro acompañante y depositar la parte más puntiaguda en la zona intercostal. Ahí, clavándolo en la blandura vacía de ese centímetro cuadrado de piel, se logra enseguida el efecto deseado: las cabezas se alinean y las dos miradas se concentran en el mismo punto, los ojos muy abiertos y la boca camino de estarlo. Y solo ha bastado un segundo para conseguir esa prodigiosa coordinación. 

En esas estaban las dos mujeres, estupefactas ante el espectáculo que supone una merluza en condiciones, una señora merluza, un merluzón. 

A la Plaza se va ahora a eso: a comprar y a admirar el pescado. Si eres de Lugo vas a lo primero y si eres mesetario o del tercio sur peninsular, a lo segundo. Es para ver. Es tan para ver que no sé si, en un extraño bucle, los lucenses acabaremos yendo para admirar a los admiradores del pescado. De siempre, ver en qué se fijan los otros ha sido un espectáculo subyugante, que revaloriza tu cotidianeidad. Como que empiezas a mirar a las merluzas de otra forma, vamos. 

Yo he admirado bastante pescado por el mundo adelante. He sido esa señora que clava el codo a su acompañante ante un ejemplar raro o espectacular y la que ha madrugado para pasear despacito por mercados sin comprar jamás nada, solo meciendo la vista. Ir de escaparates de comida es un placer del turista, que después cuenta sus visiones como si las hubiera pescado él luchando contra los elementos, en plan capitan Ahab, pero del cerco. Les haces fotos y todo pero, admitámoslo, a nadie le interesan salvo a ti. Vuelves de tu viaje y si no hay quien desee pasar el rato viendo tu perspectiva sobre los monumentos, qué decir de las instantáneas de los pobres pescados languideciendo sobre trozos de hielo. Eso es algo privado, para tu información, que te dice cómo come la gente del sitio al que has ido, un conocimiento básico sin el que nadie debiera volver.

A los turistas les gustan los pescados grandes y el marisco vivo

La Plaza habla por nosotros alto y claro: somos comedores de ración grande, dedicados y despiadados. A estas alturas es redundante recordar que, incluso en nuestros restaurantes más modernos, la comida ocupa una superficie de plato sustancialmente mayor que en cualquiera de Madrid, que nuestras bodas tienen algo de fiesta romana, que las merluzas que se venden en un supermercado de barrio madrileño, esas de kilo que pareciera que las hacen en molde para no tener que trocearlas, nos llegan para un diente. 

Si nos entra el temor de estar cayendo en el tópico, repasemos el calendario festivo y sumámonos en un silencio respetuoso por el hecho de que Mondoñedo haya celebrado una Festa da Ensalada, como si hubiera llegado tarde al reparto de exaltaciones gastronómicas. Si no fuera porque tiene pulpeiras en As San Lucas y As Quendas y tarta propia todo el año hasta nos preocuparíamos. 

De nuestra escasa piedad cocinera también se aprende en la Plaza. A los turistas, dicen los pescaderos, les gustan: los pescados grandes, ver cómo se cortan mientras saltan las escamas en modo spray; la variedad multicolor de las pieles resbaladizas, la auténtica gran oferta de los martes y viernes en la primavera, cuando los mares están tranquilos y dejan faenar y los mariscos vivos. No los estanques, que de esos hay en todas partes: en restaurantes chinos y en los gallegos del barrio de Salamanca. Lo que les gusta son los mariscos que castañetean sobre el hielo, las cigalitas que mueven las antenas, todas las piezas que acabarán arañando la tapa de la olla sumergidas en agua salada, los que se echan a hervir y se abandona la cocina hasta que se detiene el ruido, asombrado uno mismo de la propia crueldad. Esos. 

Todo eso y las berzas tamaño sábana y los quesos desparramados que se salen del plato nada más retirarles el sudario mueven el turismo como pocas otras cosas. Todo eso y también la dulcísima respuesta que reciben los habitantes más allá de Pedrafita a aquello de cómo va el kilo de percebes, una cosa tan fantástica de escuchar que impulsa nuevas clavadas de codo regadas de gorjeos nerviosos. Les da la risa ansiosa, de verdad.

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