Túnez: whisky y biquini

DESPUÉS DEL derrocamiento de Ben Alí parece que Túnez se encamina a un régimen propio del medievo, que es lo que una Constitución hecha al dictado de los islamistas de En Nahda comandados por Rachid Ghanuchi probablemente instaure o pretenda establecer. Adiós a la realidad laica que Habib Burguiba el padre del Túnez moderno impulsó e hizo realidad, corren malos tiempos para el laicismo en tierras musulmanas. Basta ver lo que está sucediendo en Túnez y lo que sin revolución o alzamiento popular propiamente dicho está teniendo lugar en Turquía, que en pocos años viene enterrando el legado laico del kemalismo de Atatürk, el fundador de la repuública, a la que anudó valores laicos que aliviaron a los turcos del primer tercio del siglo XX de los atavismos del imperio otomano.

Está claro que la primavera árabe puede transitar hacia el invierno sin que medie el estío. Valga como ejemplo que la principal autoridad del Consejo de Transición libio haya asegurado que la referencia que inspirará su legislación, se entiende que penal y civil, será la sharia, o sea, la ley islámica. Y vistas las declaraciones, las actitudes y las revelaciones expresas o fáciles de intuir del nuevo líder tunecino Ghanuchi, no parece que su mayoría aplastante en la Asamblea constituyente recién elegida allí conduzca a la redacción de una Constitución que no sea tributaria en mayor o menor medida de las rigideces y las prescripciones, además de antiguas, incompatibles con la idea de libertad, que constituyen seña de identidad del islamismo más o menos fundamentalista.

No hace muchos años que entre nosotros, en los escaños del parlamento corporativo del régimen autoritario, o en los escaños senatoriales de la restauración, lucían sus birretas cardenales, arzobispos y obispos. Terrible fue la conmoción que produjo Azaña al afirmar en el debate de la ciertamente anticlerical Ley de Congregaciones religiosas en las Cortes republicanas, que «España había dejado de ser católica», motivando una de las reacciones más difíciles de encauzar, la que bebe en la fe religiosa y se envenena en la política. Recordar que el acontecimiento al que aludo motivó que el Papa Pio XI dedicara como respuesta su encíclica ‘Dilectisima Nobis’ en la que se condenaba el «espíritu anticristiano» del régimen español, y se afirmaba que la Ley de Congregaciones «nunca podrá ser invocada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia». Pero, aunque en tres cuartos de siglo la secularización de España y de Europa ha sido intensísima, al punto de que ni se quieren reconocer por algunos las raíces cristianas que nos definen y que compartimos como acervo común, lo cierto es que para encontrar un supeditamiento del poder civil al religioso en el mundo cristiano hay que retroceder mucho en la historia.

La pregunta que hay que hacerse es: ¿ha valido la pena la sangre derramada en las revueltas que se llevaron por delante los regímenes dictatoriales de Túnez y de Egipto o la guerra librada para acabar con Gadafi? Porque si esos pueblos quedan en manos de la intransigencia fundamentalista, y motivos hay para temer que pueda ser así, no parece que el desenlace de unos movimientos liberalizadores se haya plasmado en la consecución del que parecía ser su objetivo. Al contrario, solo habrá habido un cambio de señores, pero los ciudadanos seguirán sometidos, aunque de otra manera y por otro título, ahora piadoso.

Leo una noticia muy simple pero elocuentemente redactada que dice que «frente a las suspicacias generadas en Europa por la progresión electoral del movimiento triunfante en Túnez, En Nahda ya ha respondido a los recelos más básicos de Occidente prometiendo que no prohibirá el alcohol y los biquinis». ¿Eso era todo? Pues vaya. Al menos, ‘viva el turismo’, habrá que decir para consolarse.

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