Tribulaciones madrileñas de un bebedor de blancos

Yo, qué quieren ustedes, soy bebedor de vino blanco. Y si hay un momento del día en el que me apetece especialmente un blanco es la deliciosa hora del aperitivo, tanto el que precede a la comida del mediodía como el más sosegado anterior a la cena.

Me encanta, en este por lo general benigno agosto que nos ha tocado este año a los vecinos de Madrid, acercarme a eso de las dos de la tarde a una terraza, sentarme a la sombra y pedir un vino blanco, servido en sus condiciones ideales de temperatura y acompañado de algún picoteo breve.

Cuando me lo preguntan, expreso mi deseo de beber un blanco concreto. Mi paleta es amplísima: puede ir desde una copa de champaña o cava, que no son más que vinos blancos con burbujas, a un chardonnay (hay barras en Madrid donde sirven por copas chardonnay borgoñón), aunque lo que suelo solicitar es una copa de albariño.

Puede pasar que el amable camarero de turno me diga que sí, que bueno, y regrese en dos o tres minutos para anunciarme, más o menos compungido, que lo siente muchísimo (si fuera francés estaría désolée), pero que el albariño se sirve por botellas, no por copas. E, inevitablemente, me informará de que copa a copa sólo venden vino de Rueda.

No tengo nada contra estos vinos vallisoletanos. Ni mucho menos. Pero el problema es que los Rueda que se sirven en la mayoría de las barras y terrazas madrileñas tienen como máxima cualidad su precio: los mesoneros los eligen de la gama más barata que, qué le vamos a hacer, no es la de mayor calidad.

Es comprensible: se le saca más provecho a un vino de entre tres y cuatro euros la botella (e incluso menos) que a otro que está por encima de los diez euros. Cada botella da seis copas, y la primera se amortiza con muchas menos que la segunda, porque la diferencia de precios entre copa y copa no suele ser mayor de un euro.

El vino de Rueda está ligado en mis recuerdos a viajes por la Nacional VI, camino de Galicia, cuando la autopista sólo llegaba a Adanero y el resto del camino era una auténtica "gymkana". Solía hacer una escala "técnica" en el Bar Leonés, en Rueda, donde me tomaba un bocadillo de lomo a la plancha que recuerdo espectacular y que acompañaba con una copa de vino local.

Un bocadillo... y un vino. Uno, porque el de Rueda, entonces, era un vino de alta graduación, un vino generoso, de unos 16 grados. Para que me entiendan, en la línea del Jerez, más oscuro (dorado) que un fino, con otros aromas, pero con similar cantidad de alcohol.

Así era el vino de Rueda hasta que Paco Hurtado de Amézaga, de Marqués de Riscal, supo ver el potencial que esa uva tenía para producir vinos de categoría, vinos de los que se llamaban "de mesa". A partir de ahí, comenzó la imparable escalada de esos vinos vallisoletanos.

Hay Ruedas magníficos; pero cuestan lo que valen. Han proliferado de tal manera las bodegas en esa zona, que la competencia se produce, en general, en el precio. Malo. La mayoría de los taberneros optará por el que más beneficio le aporte, que será, normalmente, el que menos satisfacción proporcione al consumidor final.

Así, la Denominación de Origen va perdiendo prestigio, y el amante de los vinos blancos empieza a desarrollar una cierta prevención ante esos vinos: primero, porque no responden a sus exigencias; y segundo, porque a nadie le gusta que le impongan lo que tiene que beber.

Dejando aparte a los bares llamados "de vinos" o, pomposamente y en lo que Quevedo -que amaba el madrileño vino de San Martín (un blanco, por cierto)- llamaría "culta latiniparla", "enotecas", la oferta en la mayoría de los bares madrileños, en este terreno, tiende a ser monográfica... salvo que uno vaya con dos o tres amigos y merezca la pena abrir una botella: con suerte, habrá algo más que Rueda.

Nada nuevo, sin embargo. En los tiempos en los que la gente pedía en la taberna "un vino", sin especificar más, en las de Madrid se servía Valdepeñas "de pellejo", es decir, sin embotellar ni etiquetar; de la contraetiqueta de la correspondiente IPG no había oído hablar nadie: faltaban años y años. La gente calificaba los bebederos en función de la calidad de ese vino manchego.

¿Vamos a pasar de ese progreso que significa llegar a una barra y poder pedir un vino de procedencia determinada (un Rueda, un albariño, un Ribeiro) al tiempo en el que, como mucho, se especificaba "un blanco" o "un tinto"?.

¿Vamos a tener que dividir las barras y terrazas de Madrid entre las que dan al cliente el derecho a decidir y las que imponen lo que les conviene? Sería un paso atrás lamentable. Pero lo estamos viviendo, aunque algunos ya nos neguemos a comulgar con ruedas de molino.

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