Opinión

Tragarse las lágrimas

Quizás se podría haber dicho de otra forma, pero no más claro ni menos elocuente. Cientos y cientos de sanitarios combatieron y me temo que seguirán combatiendo las próximas semanas cara a cara el Covid-19. Y lo han hecho desde la profesionalidad pero sobre todo de una humanidad que en algunas ocasiones había sido cuestionado o tildada de insensibilidad. Esta pandemia nos ha situado a todos en su sitio. Tiempo habrá para exigir responsabilidades si las hubiere, alguna hay. Pero la gratitud que debemos a muchos, no solo a los sanitarios, debería hacernos confiar en que la ejemplaridad también existe, amén de la generosidad desinterasada y más allá de todo deber que muchos en este país han derrochado incluso poniendo en juego su propia vida y la salud de sus familiares. Este país no se paró. Tampoco cayó preso del pánico y de la angustia colectiva.

Pero si esa frase que ayer, día de Nuestra Señora del Carmen, tan querida en miles de pueblos de este país y en la mar, «tragarse las lágrimas» en medio de ese mar de desolación y muerte, de soledad trágica que vivieron miles de personas en las Ucis de nuestros hospitales o abandonados en algunas residencias, merece todo nuestro respeto y consideración. Aguantar la mirada ante el miedo de quien teme y sabe que está traspasando la última puerta de la vida sin poder decir adiós a hijos, a nietos, al cónyuge, a los padres, a hermanos, es durísimo. Inhumanamente atroz, terrible y, sin embargo, humanamente cruel pero que nos hace seres de barro y efímeros. Porque la vida es efímera, aunque nos creamos eternos. Esas enfermeras, auxiliares, esos médicos fueron lo último que vieron, el último aliento de vida, de una palabra derramada probablemente hacia sus seres queridos. Y ellos tragaron esas lágrimas para esbozar una mirada de paz, no de compasión, una mirada de esperanza, no de zozobra. Hubo y tuvieron sin duda que fingir tranquilidad y ánimo ante la soledad de un trance donde el cariño y el amor de los seres queridos consuela, reconforta. Cada uno vive, ha vivido y vivirá la experiencia de la muerte de un modo íntimo, personal, más allá de las creencias y la fe o no de cada uno.

Hemos visto duelos en soledad, entierros en un silencio desgarrador y sin que nadie haya podido despedir y abrazar. Sí, abrazar, porque somos hechos seres para el abrazo, para el consuelo, para reconfortarnos con otros.

Ayer hubo un homenaje de Estado. No fue día de reproches. Solo de recuerdos, pero estos permitamos que pertenezcan solo a las familias de las víctimas, todas y cada una de las que han perdido a un ser o seres queridos. Solo había una parte muy pequeña, ínfima y bien estudiada y seleccionada de víctimas. Demasiados polítcios y personajes institucionales. Por vez primera fue un acto totalmente laico. Encabezado por el jefe del Estado que vive sus horas más cuestionadas, como la institución, por la falta absoluta de ejemplaridad y dignidad que su antecesor demostró y que consintieron muchos y silenciaron. Algunos han callado más allá de sus obligaciones institucionales y llevado los beneficios que las gestiones de aquel realizó. Pero hoy no es día para eso. Ayer fue un acto que pronto, quizás ya hoy mismo, caerá en el olvido. Un acto de titular de periódico, de telediario o conexión en directo. Pero el verdadero y genuino dolor, el que punza, el que desgarra el corazón y el alma, lo viven y lo sienten quienes han perdido a sus seres queridos. Para ellos, solo nuestras lágrimas.

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