Blog | Que parezca un accidente

Son ustedes unos irresponsables

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXA
photo_camera Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXA

DECÍA JAMES Joyce que la irresponsabilidad es parte del placer del arte. Y tenía toda la razón. También es parte del placer de la vida.

El martes pasado, alrededor de la una del mediodía, salí a dar un paseo por Vilagarcía de Arousa. Después de recorrer un par de veces el casco antiguo, decidí sentarme a tomar algo en una de las muchas terrazas que hay en las calles paralelas a la Avenida da Mariña, en el entorno de la rúa Rey Daviña. A mi lado, alrededor de una mesa alta y alargada, un bullicioso grupo de hombres de unos setenta y cinco años se había reunido para charlar. O por lo menos, para hablar a gritos entre ellos sin escucharse lo unos a los otros; una conducta que, por lo mucho que insistían en mantener, deduzco que les resultaba altamente satisfactoria.

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXAEl mal gusto de las bromas que se gastaban, casi todas sobre asuntos íntimos que a nadie le gusta airear, indicaba que eran buenos y viejos amigos. Sus constantes gestos de camaradería, muchos de los cuales consistían en enfadarse y mandarse a paseo, parecían confirmarlo. A medida que hablaban y se reían y alteraban sensiblemente la contaminación acústica de la ciudad con su vocerío, iban ordenando que les sirviesen más vino y más tapas. Cada vez que pedían otra ronda de comida y bebida, yo me veía obligado a dar sutiles codazos y comentarlo en bajito con la persona que estaba sentada en la silla de al lado, en la que no había nadie, y me quedaba observándolos con envidia, con cierta nostalgia adelantada de ese compañerismo maduro y honesto, de esa amistad que duraba ya toda una vida, y de esa forma tan intensa y verdadera que tenían de seguir disfrutando de ella sorbo a sorbo y carcajada a carcajada.

Y pensé en lo peligrosamente irresponsables que eran. Alguno debía de rondar los ochenta años y dudo que ninguno tuviese menos de setenta y cinco. Es cierto que hoy en día los ochenta son los nuevos cincuenta, pero eso no significa que la cantidad de grasa y alcohol con la que aquellos señores se estaban dopando no fuese desproporcionada. Vinos tintos, vinos blancos, cervezas y vermús. Zorza con patatas fritas, raxo con patatas fritas, chocos con patatas fritas, empanada, xoubas, empanada de xoubas y alguna ración extra de patatas fritas por si acaso. Las copas y los platos no dejaban de llegar llenos para salir vacíos a los pocos segundos. Apenas tocaban en ningún momento la mesa. Formaban parte de un engranaje en cadena perfectamente organizado. Como los sistemas de montaje en serie de una fábrica. Como los movimientos sincronizados de los mecánicos de la Fórmula 1. Desde mi silla podía escuchar cómo se resentían sus hígados, cómo se retorcían sus riñones, cómo se llenaban sus arterias de colesterol.

Y qué condenadamente felices eran haciéndolo. Estoy convencido de que sus cardiólogos, nefrólogos y hepatólogos los habrían mandado a casa a patadas. Igual que sus familiares más próximos. Pero seguramente ninguno de ellos se habría detenido a pensar que aquellos mediodías de vino y tapas, aquellas reuniones excesivas que a la larga podrían ser letales para esos tipos tan alegremente escandalosos, eran precisamente las que les daban la vida. De no ser por ellas, tal vez su existencia anodina y dietética —formada por una sucesión de días sin sal, ni tabaco, ni alcohol, ni café, ni grasas, ni azúcares, ni risas, ni bromas de mal gusto, ni vocerío— no tendría el valor que tenía. Estoy seguro de que aquellos señores querían seguir vivos muchos años para, entre otras cosas, seguir matándose lentamente, de semana en semana, a base de zorza con patatas y vermú. Porque aquellas juergas constituían un ejemplo de imprudencia, de eso no cabe duda. A su edad, se trataba de un comportamiento propio de irresponsables. Pero la irresponsabilidad, cuando forma parte de la excepción y no de la regla, es parte del placer de vivir. Son las pequeñas irresponsabilidades que nos permitimos de vez en cuando las que, entre otras cosas, hacen que la vida merezca la pena.

Continué observándolos durante un rato, admirado de sus muestras de afecto y de lo mucho que estaban disfrutando de aquel mediodía. Daba gusto verlos reír, comer y beber. Al cabo de un rato pidieron la cuenta, pagaron, se levantaron y se marcharon. Yo me levanté también y caminé un rato detrás de ellos en dirección hacia mi casa hasta que, casualmente, me coloqué a su altura en la Avenida Juan Carlos I. Había mucho tráfico a esa hora y lo más sensato para cruzar era esperar a llegar al paso de peatones. Me quedé atónito cuando vi que todos ellos cruzaban sin más y por diferentes partes de la calzada, causando un pequeño caos circulatorio y arriesgándose a ser atropellados. «¡Son ustedes unos irresponsables!», les grité enfadado desde mi lado de la acera. La mayoría de ellos se rieron y me hicieron un corte de mangas. Maldita panda de borrachos. 

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