Blog | Permanezcan borrachos

Sacadnos de aquí

Al desfilar por delante, camino de la biblioteca, me gustaba espiar el interior
Tienda de Orange, en Ribadeo. AMA

EN UNA TIENDA DE TELECOMUNICACIONES y electrónica que hay cerca de mi casa cuelga un papel que dice: "Cerrado por enfermedad. Disculpen las molestias". Es un mensaje ligeramente inquietante. Su firmeza te hace sospechar que ocurre algo malo, aunque no sepas el qué. Está escrito a mano, en rojo, con letras mayúsculas, y aparece firmado con un garabato que se parece bastante a la letra f. La primera vez que vi el aviso pensé que cualquiera puede levantarse destrozado una mañana, incapaz de poner los pies fuera de la cama sin desmoronarse, como si ya solo fuese ropa.

Ese día me pregunté, de un modo un poco absurdo, si habría acudido el dueño en persona a colgar el aviso, pese a estar enfermo, o si solo lo escribió —o ni eso— y envió a alguien a pegarlo en la puerta. Quizá ni siquiera fuese el dueño el enfermo, sino un ser querido. Mi curiosidad duró unos segundos, arrasada por algún otro pensamiento, o simplemente por la fuerza con que se impone casi siempre la mente en blanco en cabezas como la mía.

A la mañana siguiente, cuando volví a pasar por delante del negocio, vi que seguía cerrado. Vaya. No acababa de entender por qué el dueño había elegido ofrecer detalles tan personales del cierre, capaces de angustiar a su clientela más sensible. Alguien pensará que habría bastado con que el cartel anunciase "Cerrado hasta nuevo aviso", o algo por el estilo, lo suficiente impreciso, y a la vez eficaz.

Por primera vez en muchos años me fijé en el nombre de la tienda. Intenté recordar cómo era el dueño y no pude. No sabía si hablaba habitualmente en gallego o en español, si a lo mejor tenía el pelo ensortijado, si usaba camisas muy planchadas, o gafas, o tenía las uñas cortas, cómo era su voz, si se mostraba o no impávido con sus clientes, si se entretenía haciendo mil pequeñas cosas mientras no había clientes o si en cambio se distraía mirando a la calle, pensando en mil cosas en lugar de hacerlas. Solo en una ocasión acudí a su tienda. No consigo recordar a qué. Quizá entré a preguntar por unos auriculares o un disco duro, que finalmente no compré. Al desfilar por delante, camino de la biblioteca, me gustaba espiar el interior. Miraba dentro y veía, en cierto sentido, el desierto, incluso las tardes de lluvia, y las de relleno. Rara era la vez que distinguía más de un cliente. Había algo que te invitaba a seguir tu camino, en lugar de entrar, y sin embargo había algo más que te invitaba a girarte. Algunos días te daban ganas de traspasar la puerta solo para decirle: "Hola, señor, no quiero nada, pero tenga un buen día". Pero ni yo soy tan cretino.

Pasaron más días y el negocio siguió sin dar muestras de vida. Empecé a pensar en enfermedades que parecían poca cosa al principio, y que inesperadamente se tornaban más graves y prolongadas. De algún modo, se me hizo también natural no volver la cabeza al transitar a su lado, como si ya no existiese interior que observar. Hasta que esta semana, al acudir a la biblioteca a retirar un ejemplar de Prácticas indecibles, actos antinaturales, de Donald Barthelme, caí en la cuenta de que había transcurrido un mes. De hecho, no tenía claro si, en realidad, habían transcurrido dos meses.

Me asaltó, sin que yo pudiese esquivarlo, un pensamiento innecesario. ¿Y si…? No parecía probable. ¿De dónde sacaba una idea así? Alguien a estas alturas, me dije, habría tenido ya la idea de ir a la tienda para retirar el cartel. Pero también me dije que el mundo está más lleno que nunca de soledades. Deseé con todas mis fuerzas que la tienda abriese pronto para comprar, por ejemplo, una disquetera externa. Fue lo primero que se me ocurrió que podía resultarme útil. Ese día me detuve ante el escaparate. El cristal me devolvía los reflejos de la calle, así que acerqué la cabeza todo cuanto pude, hasta apreciar el interior sin interferencias. Adiviné el polvo sobre los artículos a la vista, como radios, amplificadores de voz, micrófonos o cargadores de teléfono. En mi cabeza escuché voces de cosas gritando "Socorro, sacadnos de aquí".

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