Opinión

Presuntos ofendidos

La sociedad, acostumbrada al tremendismo diario, ha olvidado la necesidad de derogar la tremenda ley mordaza


ES PERFECTAMENTE posible que a este artículo, a mí, se le pueda aplicar la ley de seguridad ciudadana, más conocida entre los delincuentes potenciales como yo como ley mordaza. Bastaría con que algún agente descolocado, o incluso colocado, lo tomara como una "falta de respeto a los miembros de las fuerzas de seguridad" para que se me pusiera una multa de entre 100 y 600 euros. No se tramitaría, además, por la vía judicial, donde es un fiscal quien acusa y un juez quien decide en base a pruebas, sino por la vía administrativa, en la que la ley concede a la palabra de ese agente valor probatorio. 

El denunciante podría ser cualquiera, lo mismo alguno de los que me tienen ganas, que los hay, que cualquiera que quiera hacerse el ofendido. No es una hipótesis, la Guardia Civil acaba de imputar a trece personas porque no le gustaron sus comentarios a una información publicada en la web de un diario sobre una aplicación en la que los usuarios comparten información sobre las carreteras y sobre los controles de Tráfico. Había, es cierto, algunos comentarios muy poco pensados y muy mal medidos, pero ninguno diferente a lo que cada día se puede leer y escuchar sobre otros colectivos, como los políticos, los banqueros o los periodistas, por poner tres ejemplos rápidos sobre los que seguro que la mayoría estamos de acuerdo.

El denunciante podría ser cualquiera, lo mismo algunos de los que me tienen ganas, que los hay, que cualquiera que se haga el ofendido

Eso implica que algún mando de la Guardia Civil ha considerado que era mucho más importante para la lucha contra la delincuencia y para la seguridad de los ciudadanos destinar hombres y recursos a esta investigación que, pongo por caso, a luchar contra las redes de estafadores por internet. Vale que no lo puedo decir, pero si pudiera diría que ese mando ha podido rozar el delito de malversación y que debería ser incapacitado para sus funciones. 

Pero no se puede decir, y tampoco podemos ponernos muy exquisitos con estas cosas, porque podemos quedarnos en cuadro. Según los últimos datos oficiales conocidos, de este mismo año, desde que entró en vigor la ley mordaza, en julio de 2015, se han impuesto casi siete mil sanciones a ciudadanos por supuestas faltas de respeto a los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad, con la única prueba en todos los casos que la palabra de los ofendidos. 

No lo sé, pero podría suceder que entre esos ofendidos se contasen el guardia civil que acaba de ser enviado a prisión acusado de violar junto con cuatro amigos a una joven de 19 años en las fiestas de San Fermín en Pamplona, del que no cabe suponer que tenga un concepto muy diferente de sus obligaciones laborales que de su concepto de ocio. O podrían haber firmado cualquiera de esas sanciones alguno de los quince policías locales de Palma de Mallorca que están siendo procesados como miembros de una mafia que se dedicaba a extorsionar y coaccionar a los proxenetas que no les pagaban su protección, un caso con implicaciones políticas que acaba de hacer dimitir a la cúpula del PP de Palma. Recurro a este ejemplo por actual, pero no es nada diferente a lo que en Lugo se investigó en la operación Carioca, que también llevo a prisión y los juzgados a policías nacionales, locales y guardias civiles.

Los lucenses deberían controlar su afición a compartir esas imágenes costumbristas de patrullas concentradas en un bar

Puede ser, por seguir en el ámbito local y reciente, que el próximo que se sienta ofendido con la actitud de un ciudadano sea el guardia civil que acaba de ser condenado a dos años por la Audiencia Provincial de Lugo tras reconocer su implicación en una red de tráfico de cocaína. Apenas una tontería, al angelito solo le pillaron transportando en su propio vehículo más de cien gramos de cocaína para distribuir en A Mariña. Antes ya había sido juzgado por un tribunal militar por abandono de servicio y otras cosillas sin importancia para un tipo que camina con placa y pistola. Aún sigue en el cuerpo. 

Sin ponernos tan dramáticos, los lucenses deberían controlar su afición a compartir en las redes sociales esas imágenes costumbristas de varias patrullas policiales concentradas en el mismo bar en horario de trabajo (son comunes las llamadas a este periódico advirtiendo de que algo gordo debe estar pasando en este u otro lugar, porque hay mucha policía, cuando lo único gordo que pasa son las tapas) o de vehículos oficiales aparcados en plazas prohibidas o interrumpiendo el tráfico, otro clásico que podría terminar en multa si se cruza por medio una personalidad quisquillosa. 

Y todo esto es nada ante la presión que debe sufrir el pobre juez que está investigando la trama de venganzas, escuchas, creación de pruebas falsas y persecución ideológica que gira en torno al comisario de la Policía Nacional José Manuel Villarejo, uno de los personajes más siniestros que ha dado nuestra historia reciente, y otros altos mandos de Asuntos Internos e incluso de los servicios de inteligencia. A ver cómo los interroga sin que se sientan ofendidos en su dignidad profesional. 

Este es el panorama en el que sigue funcionado la infame ley de seguridad ciudadana y son sobre estos aspectos sobre los que nos avisaron todos los organismos internacionales de derechos humanos antes de su aprobación. Las multas arbitrarias y fuera de todo control judicial por las supuestas ofensas a los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad no son ni mucho menos lo más grave, pero sí uno de los ejemplos más visibles de sus efectos perversos sobre la ciudadanía. Su derogación inmediata debería formar parte de cualquier acuerdo de gobierno que se negocie para que nuestra democracia pueda ir recuperando parte de su dignidad prohibida. Mientras, todos somos sospechosos.

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