Papilla, pañal y colchoneta

Salvia Calaza es psicopedagoga y maestra y lleva ocho años como cuidadora en una guardería. Opositó tres veces. La última sacó un 7,2, pero no hay plazas.

siempre me gustaron los niños pero les aseguro que una hora en una guardería, con dieciséis enanos a tu alrededor y muchos gritos en poco espacio, es un ambiente bastante estresante. Que si uno llora, que si otro le saca el juguete al de al lado, que si hay que cambiarlos, que si hay que darles la comida... Duro, es un trabajo duro y el que no se lo crea, que lo pruebe. Sin embargo, todo eso se olvida cuando le miras a la cara a un niño y te sonríe.

Salvia Calaza también piensa así. Estudió Psicopedagogía y Magisterio, en la especialidad de Educación Musical. Sabe mucho de niños, pero no solo por la formación que recibió sino también por los ocho años que lleva en la guardería Barrio Sésamo, toreando a estos locos bajitos de 1 a 3 años que apenas le dejan un minuto de respiro en toda la mañana. «No paras, pero todo lo recompensa un abrazo, una sonrisa y sus progresos», cuenta.

A Salvia la pillamos en plena hora de la comida. Hay que ir niño por niño. Tienen solo dieciocho meses y todavía no comen solos. Me pongo en su lugar. Delante de mi tengo una niña en una trona que, sorprendentemente, abre la boquita cada vez que me acerco con la cuchara. Le hago el avión y ¡funciona! Logro salir indemne, sin ninguna mancha, de la situación.

Cuando tienes un adolescente en casa y otra en ciernes, piensas muchas veces que es preferible cuidar a tres bebés. Sin embargo, he de confesar que los pañales y las tronas pasaron ya a la historia y, aunque me ponga a roncar con ellos en una colchoneta, resulta un poco agotador atenderlos a todos y no parar ni un solo momento.

«Me presenté tres veces a las oposiciones de maestra, por Andalucía y por Galicia. En la última convocatoria, saqué un 7,2 pero, como no se mueven las listas, aquí estoy. Desempeño una función asistencial, pero también educativa. Aquí les enseñamos los colores, los números, las partes del cuerpo...», cuenta.

Cambio de aula y me meto con los de 2 años. Están leyendo un cuento. Mejor dicho, tienen un cuento en sus manos. Una niña se acerca y me enseña una gallina y, sobre todo, los tres huevos que puso. «¡Huevos!», me dice. A mi lado, acostado en el suelo, está un pequeñuelo que lleva toda la mañana enfadado. El motivo: su hermano, más pequeño aún, quedó en casa y él tuvo que ir a la guardería. Katia, la niña de antes, sigue pasando las hojas del cuento, ahora ve las monedas con las que soñaba la lechera y sonríe.

La cuidadora acaba de cambiarlos y de mudar a alguno más que tuvo algún escape y llega la hora de dormir. Una colchoneta, dos, tres, cuatro, cinco... hasta doce, más o menos. Antes, corren en círculo alrededor de ellas. Algunos, los más obedientes, frenan para acostarse. Se tiran y alguno deja los pies fuera. Poco a poco, todos van cayendo, pero no se duermen: vigilan.

Me recuesto a su lado, apoyo la cabeza en mis dos manos y hago que ronco. Abro un ojo para ver qué pasa y veo cuatro pares más de ojos, a mi lado, y otros cuatro enfrente observándome como a un bicho raro, mientras que empiezo a oír otros ronquidos similares a los míos a mi alrededor.

«Hay niños que duermen dos horas. Otros, en cambio, diez minutos, pero se les nota, se despiertan con las pilas recargadas», afirma otra de las cuidadoras.

Cambio de aula, de nuevo, y me voy para la de los mayores, los de 3 años. Están viendo un DVD del grupo de moda, los Cantajuegos. Están de pie, hay quien baila, quien canta... Por la puerta, entran Nico e Inés. Son novios y me acabo de enterar.

«Yo le regalé un camión azul e Inés me dio una moto. Es mi novia porque la quiero mucho y yo quiero ser motorista», cuenta Nico, que no se separa de Inés desde que empezó en la guardería.

Sabela, en cambio, una tocaya con la que me encuentro allí, solo sabe hablar de alguien que llegó recientemente a su vida: Hugo, el hermanito que estaba, hasta hace poco, en la barriga de su mamá.

La cuidadora, Marta, que además es profesora de inglés, vive con vocación su trabajo y afirma que «alucina» cuando ve que los niños juegan a ser ella en tanto llegan a casa. «Aunque los horarios son muy rígidos, no se hace nada monótono porque también improvisamos. Por ejemplo, un día, de repente, hacemos gimnasia, cantamos, jugamos. Lo que peor llevo es la afonía. No aprendí a modular la voz y eso, a veces, lo pago», cuenta.

Toca cambio de clase y hay mucho tráfico en los pasillos. Sin embargo, sorprendentemente y como hormigas, cada cual sigue al de delante y nadie se confunde de puerta.

En la planta de abajo, otras tres cuidadoras más atiende a los más pequeños, los bebés. En una de las aulas, hay niños durmiendo, en el tacatá y comiendo. La cuidadora acaba de darle la papilla a uno, atiende a otro que se pone a llorar y levanta a un tercero que acabó su siesta. Sinceramente, me veo incapaz para atender a tanto niño en situaciones tan distintas y en un mismo espacio.

En el aula de enfrente, una cuidadora le da el biberón a un bebé. No es el único. Otra media docena la rodean. ¿Un truco para cuando comienzan a llorar? «Pues, simplemente, cambiarlos de sitio. Suele funcionar», comenta.

Los padres van llegando a la guardería, como cuentagotas, según nos acercamos a la una y media de la tarde. Algunos niños dejan atrás seis horas en el aula. La guardería abre sus puertas a las seis y media de la mañana, aunque hasta las ocho no llegan en masa.

Las cuidadoras se van relajando según se acerca la hora de salida. Salvia se fue acostumbrando a los chillidos de los niños. Al fin y al cabo, entra dentro de lo que ella eligió: ser maestra. Eso sí, cuando sale, afirma que necesita silencio. Y se va a dar un paseo.

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