Con nocturnidad, como en mayo de 1997

Cada vez que se percibe un terremoto es inevitable revivir aquella madrugada el ‘big one’ lucense, de la que se acaban de cumplir 21 años ▶ Obligó a cambiar el mapa de riesgos y a poner en marcha un plan autonómico para afrontar hipotéticas situaciones de emergencia
 

Colocación de un sismógrafo en Becerreá, en 1999. AEP
photo_camera Colocación de un sismógrafo en Becerreá, en 1999. AEP

En la conciencia colectiva de varias generaciones de lucenses está aquel terremoto del 22 de mayo de 1997, del que se acaban de cumplir 21 años. "Tembló Galicia... y yo estuve allí", rezaban las camisetas que llegaron a hacerse algunos con la portada de El Progreso, publicada después de una madrugada de nervios, preocupación y calles abarrotadas de gente temerosa de ponerse a cubierto. Un seísmo de 5,1 grados levantaba de la cama o del sofá a miles de lucenses, poco antes de las dos de la madrugada, una hora, como la de este martes (02.28), especialmente dramática, porque la noche y el silencio amplifican ese rugido sordo bajo los pies.

Desde entonces, en un fenómeno apenas atenuado tras dos décadas, en el triángulo sísmico existe una legión de sismógrafos humanos, personas que sienten hasta los pequeños seísmos que no llegan a los dos grados, los que en el Instituto Geográfico Nacional (IGN) descartan que puedan ser percibidos por los humanos. Y no es para menos. En los meses que siguieron a mayo de 1997 hubo personas que tardaron en recuperar su vida normal, como una mujer que residía en un sexto piso al que no volvió nunca o unos vecinos de Becerreá que pasaron semanas durmiendo en una caravana.

Cada vez que tiembla la tierra, viene a la memoria nuestro particular big one, un evento que efectivamente obligó a cambiar los protocolos del IGN. Se produjo en una zona estable y solo había un antecedente, el 12 de mayo de 1979, de un seísmo que se fue hasta los 4,6 grados. Por ello, cuando acabaron las réplicas, el IGN colocó 18 sismógrafos portátiles para analizar más de cerca la actividad. Con estos datos, se elaboraron varios estudios, que obligaron a realizar modificaciones importantes en el mapa de riesgos y en las normas constructivas. En el mapa de peligrosidad sísmica aparecía por primera vez en 2002 un amplia área de la provincia de Lugo, cuando hasta entonces los únicos lugares de riesgo estaban en el sur del país, escenario de los terremotos más mortíferos de la historia de España.

Paralelamente, la Xunta puso en marcha el Plan Sismigal, una herramienta de referencia para afrontar una hipotética situación de emergencia grave, con previsiones de actuación y protocolos de seguridad.

¿MIEDO INJUSTIFICADO? Los expertos insisten en que no hay riesgo para la población y se basan en la dureza de los materiales de los primeros 30 metros del subsuelo galaico, en teoría incompatibles con un terremoto catastrófico. Por ejemplo, el seísmo de Lorca (Murcia) del año 2011, con la misma intensidad, de poco más de 5 grados, dejó dañados un 30 por ciento de los edificios y derribó viviendas enteras. El suelo en Lorca es arenoso y los movimientos que se trasladan desde las fallas a la superficie son imprevisibles.

En cambio, la dureza del terreno en Galicia produce una extensión del efecto, que se desencadena a lo largo de muchos kilómetros (efecto "triggering", en inglés). Eso explica que se perciba el temblor en un área tan amplia y que incluso pueda provocar movimiento alarmante en zonas muy alejadas del epicentro.

Aunque ocurra en Taboada, como el martes, el origen está en la falla de Becerreá, que se extiende a lo largo de unos 40 kilómetros, a una profundidad de 9.000 metros. A causa de un "empuje tectónico" —como en todos los terremotos—, las partes de esta falla principal se mueven y hacen que se "acomoden" otras fallas más cortas a su alrededor, como las de Sarria, Baralla, Loureiro, Triacastela, Agradelo o Gundariz. De este modo, se produce movimiento en una zona muy amplia y no solo en la epicentral.

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