Necroturismo para antes de Samaín

Cementerio de los Ingleses, en Camariñas (Foto: ÓSCAR CORRAL)
photo_camera Cementerio de los Ingleses, en Camariñas (Foto: ÓSCAR CORRAL)

EL CAMPOSANTO lucense de San Froilán no es el cementerio de Père Lachaise de París, ni custodia los restos de mártires de la era pop, pero vela el sueño eterno de Ánxel Fole y Juan Montes. A la necrópolis de Noia no peregrinan los fieles de Carlos Gardel con flores y cigarros a rezar un responso lunfardo, como sucede en La Chacarita de Buenos Aires. Quizás los habitantes de Mondoñedo tampoco entienden su ciudad de los muertos como los dublineses de Joyce asumen el cementerio de Glasnevin, memoria nacional e histórica de Irlanda, pero poco les falta.

La Asociación de Cementerios Singulares de Europa (Asce, por sus siglas en inglés) canaliza desde hace tiempo las potencialidades de un nicho -nunca mejor expresado- de mercado al alza como es el necroturismo. En Europa tiene una gran tradición el turismo de cementerios y es prácticamente imposible visitar una de las grandes ciudades del continente sin poner un pie en las ciudades de los muertos.

Además del atractivo de sus más ilustres inquilinos, los cementerios franceses suelen ser auténticos museos de arquitectura y escultura y las capitales centroeuropeas como Praga o Budapest han hecho de sus camposantos judíos centros para la memoria del holocausto. En la Europa septentrional, las necrópolis son jardines integrados en las ciudades y, así, los cementerios de Hietaniemi, en Helsinki, o de Hólavallagardur, en Reikiavik, son empleados a diario por los vecinos para sus rutinas de paseo o de ocio.

Cuatro cementerios gallegos —Santo Amaro, en A Coruña, el de Os Ingleses de Camariñas, Santa Mariña de Cambados y San Froilán, en Lugo— forman parte de Asce e integran la Ruta de los Cementerios Europeos.

En Galicia, no se puede obviar el polémico camposanto «da fin do mundo» de Fisterra, proyectado por el arquitecto César Portela y célebre por sus sepulturas en forma de cubos pétreos que los vecinos del municipio se han resistido a usar para enterrar a sus familiares.

Más clásico, el cementerio de San Froilán de Lugo comenzó a funcionar en 1948, después de ser trasladado desde As Arieiras de Magoi, con sus panteones neogóticos y las sepulturas de mármol blanco con ornamento ecléctico.

Vírgenes dolorosas que se cubren el rostro, ángeles estilizados y genios de la muerte con trompetas preparados para el Apocalipsis. Los trabajos de Manuel Mallo y una cruz de cantería que recuerda a los caídos de 1898, inspirada en la que el escultor Asorey dedicó a los mártires de Carral, son algunos de los detalles notables del cementerio municipal de Lugo.

López Guntín, Celestino Fernández de la Vega, Uxío Novoneyra y Luis Pimentel, Ánxel Fole, Juan Montes, Gustavo Freire o Alfredo Vila son algunas de las celebridades que descansan en el cementerio de la Estrada Vella de Santiago, en un lugar próximo a mámoas y enterramientos prerromanos, por cierto.

Si lo que se procura es concentración de nombres notorios por volumen de habitantes, Mondoñedo es el lugar. En el Cemiterio Vello fueron inhumados el compositor Pascual Veiga, el poeta y médico Manuel Leiras Pulpeiro, Pacheco, O Pallarego, Lence Santar o Álvaro Cunqueiro.

«Eiquí xaz alguén que coa súa obra fixo que Galicia durase mil primaveras máis». No es exagerado afirmar que el texto que adorna la lápida de Cunqueiro en la capital de la Terra de Miranda es el epitafio escrito en gallego más reconocido. El definitivo.

El Cemiterio Vello de Mondoñedo, en pleno centro de la ciudad episcopal y acondicionado como zona verde, como en la Europa boreal, es también un espacio inmejorable para hacerse una idea de cómo las clases sociales se trasladan a las necrópolis.

Así, los grandes panteones de los pudientes ocupan la parte más alta, las clases medias se acomodan en el área central y los más humildes están inhumados en el suelo. En uno de los laterales, los excluidos que, como Leiras Pulpeiro, no alimentaron la tierra sagrada por no estar bautizados o declararse ateos.

También convertido en parque -por obra de Álvaro Siza-, el cementerio compostelano de San Domingos de Bonaval es una de las áreas verdes preferidas por los vecinos de la capital de Galicia cada vez que un tímido rayo de sol invita a descalzarse y a pisar la hierba.

Una tarde de lectura y picnic, por proponer un plan, bien cerca del Panteón dos Galegos Ilustres que ofrece su última morada a los padres —y madres— de la patria. Rosalía, Alfredo Brañas, Domingo Fontán... Alfonso Daniel Rodríguez Castelao, en un acto que ha quedado para la posteridad por las cargas policiales, fue la última persona enterrada en el este olimpo gallego, hace ahora 30 años.

No es preciso buscar entre las lápidas apellidos de los que escriben en negro sobre blanco para descubrir verdaderas joyas.

Sucede así en el Cemiterio dos Ingleses de Camariñas, situado entre la Punta do Boi y la Punta da Cagada y que cubrió de tierra a las casi 250 víctimas de ocho naufragios a finales del siglo XIX. En el habitáculo interior, el capitán y los oficiales; en el exterior, los marineros.

El naugrafio que más conmoción creó en la Costa da Morte fue el del acorazado Serpent, que cubría la ruta Plymouth-Sierra Leona y que el 10 de noviembre de 1890 se estrelló en las estribaciones del fatídico cabo Vilán.

Las ruinas góticas de Santa Mariña de Dozo, en Cambados, resultan fascinantes. De igual modo sucede con las sepulturas cubiertas de conchas de vieira de San Pedro de Eume, a 18 kilómetros de As Pontes y no precisamente en primera línea de playa, que ofrecen una composición inquietante. Los porqués de esta forma de adornar las tumbas son un misterio entre los locales de esta parroquia pontesa, aunque, según fuentes eclesiásticas, responden «a un soterramento clásico da arquidiocese de Santiago».

Dejando Galicia, pero a una distancia prudencial, el cementerio modernista cántabro de Comillas es uno de los secretos mejor guadados por los amantes del turismo de camposantos. Fue trazado en 1893 por el arquitecto Doménech y Montaner, que se encargó de diseñar los mausoleos sobre las ruinas de una iglesia del siglo XV, situada junto al mar, que se había dejado de utilizar después de un pleito de misa de domingo. Un ángel exterminador, un abadón del abismo sin fondo, del escultor barcelonés Josep Llimona, anuncia el fin de los tiempos.

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