Opinión

La moral política no va con él

La natural prepotencia de Pablo Iglesias trastabillea, su arrogancia afloja, y hasta su tonillo verbal, entre franciscano y lastimero, chirría

CAUSA UN SONROJO muy próximo a la vergüenza ajena repasar las hemerotecas, con los alegatos de quien se reputaba impulsor de la regeneración de las instituciones y protector de los intereses de la ‘gente’. Prácticamente, todas las malas praxis en el ejercicio de la política que Podemos recriminaba a los partidos tradicionales, las han hecho propias ahora, y se hace difícil encontrar un espacio de actuación pública de la formación morada que no responda a su peculiar sentido del ‘doble rasero’. Que hay que defender el nepotismo flagrante, que hace pasar por cuestión menor el favorecer a familiares directos, pues se hace. Lo que era intolerable en el PP, ahora son meros errores contables en Podemos, que se abraza con entusiasmo indisimulado a la presunción de inocencia que tantas veces negó a los otros. Han pasado de justificar, cuando no impulsar, los escarches políticos, importados del peronismo argentino, que el líder morado definía como “jarabe democrático”, a recurrir a la justicia contra quienes se manifiestan ante su domicilio, haciendo valer su calidad de miembro del Ejecutivo.

El Pablo Iglesias de verdad es el que vemos ahora, el que ha sacado su verdadera cara a relucir. El que empuñaba la espada flamígera contra los rivales, ahora precisa de una legión de abogados para atajar los frentes judiciales que se le abren. Un abogado del partido que tras detectar y denunciar irregularidades contables y una caja B sin control tributario, es expulsado acusado de acoso sexual y laboral (denuncia archivada por los tribunales). El caso de la joven asistente política Dina y su colección de fotos indiscretas. Un verdadero vodevil teatral repleto de relaciones secretas, encuentros furtivos, engaños, intrigas, líos, y hasta la participación de un policía que ha chapoteado en las charcas más pestilentes de este país durante los últimos 25 años, completan el guion morboso con vocación de taquillazo.

En este tema a Iglesias le han pillado, y no le caben ya excusas ni escapatorias. El montaje que había denunciado de las “cloacas” del Estado se le ha deshecho como “dos peces de hielo en un whisky on the Rocks”. Y hasta un dictamen judicial le señala como denunciante fraudulento, el falso mártir, el impostor y autor de la manipulación de la hirviente tarjeta telefónica de la tal Dina.

El hundimiento de la gran trola de su líder, de esa intragable fábula en la que basó todo su argumentario, se antoja la antesala del cataclismo, como nos señalan los paseantes por los círculos de Podemos que advierten claros síntomas de crisis. “Qué nerviosa se está poniendo con este tema la jauría y el macho alfa que la alimenta”, apuntaba hace poco Alsina en su programa de Onda Cero. Iglesias ha soltado a sus trolls, a sus bots, a sus perros de presa por teles y redes, lanzados como posesos contra cualquiera que ose escarbar o acosar al líder.

De pronto, el cielo ha empezado a tornarse plomizo sobre su cabeza y su rostro parece entumecido por la ira. Su natural prepotencia trastabillea, su arrogancia afloja, y hasta su tonillo verbal, entre franciscano y lastimero, chirría. Empieza a notar con horror que Galapagar tiembla bajo sus pies, y aquel que decía que “en política no se piden disculpas, se dimite”, acostumbrado a imponer su voluntad y eliminar disidentes, tiene ahora mucho que explicar sobre su tema favorito: la corrupción.

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