HUELE A CERRADO y a húmedo. La madera vieja cruje debajo de los pies al andar y la puerta chirría cuando Leo la empuja tras cuatro meses del más absoluto silencio. Ante él, el hogar que lo vio nacer en O Pando de Donís (Cervantes) espera como cada año, impertérrito, a que regrese desde Barcelona.
O Pando es una de las muchas aldeas lucenses que antes presumían de lozanas tierras y que hoy luchan contra el hambre voraz del monte y el acecho implacable del óxido en su cartel de bienvenida. Las aldeas como O Pando, abandonadas durante el invierno, recobran vida con la llegada de sus emigrantes cada verano.
Dice Quino a través de Mafalda: «¿No será que la vida moderna tiene más de moderna que de vida?» Esta idea no está muy lejos del pensamiento de aquellos que, cada año - como la ‘anduriña nova’ de Juan Pardo - vuelven a sus nidos de la infancia en verano. Son los emigrantes gallegos de la oleada europea de los sesenta y de la peninsular de los setenta y los ochenta, que tuvieron que abandonar sus tierras en pos de un futuro «prometedor».