Opinión

Mi tío Natalio

Mi tío Natalio entró en nuestras vidas porque tuvimos la fortuna de que conociese a mi tía Teresa. Gracias a eso se quedó cuarenta años incrustado en nuestra familia, la de los Rivera, un clan desmesurado en todo, pero especialmente en lo que tiene que ver con los afectos. Fue una suerte: Natalio era un compendio de lo mejor de cada uno de nosotros. Era risueño y tierno, cariñoso y afable, pacífico y alegre. Y, sobre todo, tenía un gran sentido del humor y una enorme capacidad para dar y generar afecto. Creo que nunca lo vi enfadado. Tampoco triste. Tenía una expresión muy especial en la sonrisa y en los ojos: la que solo exhiben las personas buenas. Le gustaban la gente y la naturaleza, caminar por el campo, los perros, la buena comida, la familia, las tertulias hasta la madrugada y la música francesa, las canciones italianas y los boleros acompañados de guitarra. Había viajado por todo el mundo con su cámara a cuestas —fue corresponsal de guerra en televisión española— y adoraba pasar temporadas en Lugo. A pesar de haber vivido acontecimientos excepcionales, no era amigo de batallitas: mi tío Natalio hablaba de la guerra de Líbano con la sabia serenidad del que ha aprendido algo de cada episodio, ya fuese un accidente aéreo o un atentado en Beirut, un encuentro indeseable en el museo de El Cairo o una anécdota divertida en las calles de Nueva York. Era una de las pocas personas que he conocido capaces de ver las cosas con la distancia justa. Por eso no juzgaba a nadie. Por eso, creo, tenía esa habilidad extraordinaria para ser feliz y disfrutar de las cosas grandes y pequeñas. Era de esas personas que estiran los años. Que viven más, porque, al no conocer la mezquindad ni la envidia, sacan partido a todo.

Natalio se nos murió esta semana, casi cuarenta y un años después de haber hecho su aparición en la existencia de los Rivera. Hoy lloramos su ausencia de la misma forma que agradecemos al destino el haber formado parte de su vida.

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