Opinión

Mi boda y un sofá amarillo

ME CASÉ hace unos meses, en Lugo. Cuando asumí que desde Madrid iba a ser imposible organizar una boda -que para más inri se iba a celebrar en casa de mi padre-, contraté los servicios de una empresa gallega para que ayudasen con los preparativos. Fue el dinero mejor invertido de mi vida: las chicas de El Sofá Amarillo se ocuparon de las cosas engorrosas y yo pude dedicarme a disfrutar de la organización como una espectadora con derecho a tomar decisiones. Fue así como conocí a Marta y a Indara, a quienes estuve unida durante meses por un precioso hilo de adornos florales, faroles de madera, música, un vestido blanco y hortensias azules. Por ellas supe que es posible alquilar manteles, que existen cincuenta modelos de sillas y que hay una cosa que se llama carpa de velas tensadas que puede cambiar el aspecto de un jardín. Indara y Marta estarán para siempre vinculadas a una época dichosa: la de la cuenta atrás para uno de los días más importantes de mi vida. Durante semanas compartieron mi entusiasmo, miraron con la misma preocupación que yo el pronóstico del tiempo, escucharon sugerencias estúpidas, y fueron tan listas como para hacerme creer que las ideas geniales que se les ocurrían eran también mis ideas. Sin Marta y sin Indara mi boda habría sido una completa chapuza y no la fiesta de cuento con la que había soñado. Borges decía “las vísperas del viaje son una preciosa parte del viaje”. Las dos fueron parte de las vísperas del mío. La semana pasada supe que Indara había muerto. Tenía 34 años, tres hijos a los que había adoptado y una grave enfermedad crónica que no le impidió vivir como un ciclón y llevar de la mano a tantas y tantas novias desconcertadas que no saben que se pueden alquilar manteles y convertir una carballeira en el colmo de la sofisticación colocando cada cosa en el sitio adecuado. Recordaré siempre su energía, su sentido del humor, su inteligencia y su sonrisa, y su forma de tratar mi boda como si fuese la suya.

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