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Con la mano apretada

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Solo la persona que me apretaba la mano desde el asiento de al lado era consciente del miedo que estaba pasando mientras aquel avión, el primero, comenzaba la maniobra de despegue. Y ni siquiera ella fue capaz de imaginar el alivio que sentí cuando puse los pies en tierra. Han pasado muchos años desde aquel bautismo; aunque tal vez bautismo no sea la palabra adecuada, pues ya tenía edad como para pilotar el aparato, pero lo que no ha caducado es el miedo a volar, o el respeto, que es lo mismo pero más elegante. Admiro a los que se montan en un avión como si fuese un bus urbano y envidio a los que disfrutan de esas horas que pasan rodeados de aire por los cuatro costados. Porque los hay. En Australia, por ejemplo, una línea aérea ha lanzado lo que llaman ‘Vuelos a ninguna parte’. Parten desde Sídney, pasan sobre algunos de los atractivos turísticos del país y siete horas después regresan al punto de partida. Me cuesta creerlo, pero los billetes, para nada baratos, se agotaron en 10 minutos. Una locura. Solo haría un vuelo a ninguna parte si la fecha de salida fuese el pasado mes de marzo y en la de llegada la gente se preguntase por qué llevo puesta una mascarilla. Entonces sí, pero también con la mano apretada.

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