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Mala racha

Una mala noticia, más otra mala noticia, más otra mala noticia. Una simple suma

@Frederick. BarthelmeTODOS SUFRIMOS ALGUNA VEZ una mala racha. En ocasiones empieza y acaba enseguida. No es una mala racha auténtica. Pero otras, parecen no encontrar final. Hay malas rachas y malas rachas. En todo caso, casi nadie está libre del golpe de una malísima noticia, seguida de otra. Las malas noticias son parte inseparable de cualquier vida. Algunas personas las reciben escalonadamente, otras casi todas juntas, y otras tardíamente, cuando quizá pensaban que estaban exentas. No existe la peor racha. Siempre hay otra mucho peor.

Para encontrar la racha más terrible —no exenta de gracia, hasta cierto punto— que quizá vaya a conocer nunca, tuve que caer hace unos días en un viejo relato de Donald Barthelme titulado La escuela. Para eso, tuve que leer antes El zopenco, que tiene un comienzo hilarante, con su protagonista preparándose para hacer el Examen Nacional de Escritores, una prueba de casi seis horas que permite obtener un título sin el cual no puedes dedicarte a la literatura. En cierto sentido, es una idea genial. El protagonista se llama Edgar. "¿Es el mismo Edgar del cuento emblemático de Barthelme, La escuela?", me preguntó el poeta costarricense Luis Chaves. No tenía ni idea. No conocía ese relato. Me apliqué con muchísima lentitud a su búsqueda. Y por fin lo leí hace unos días.

Su narrador se llama Edgar, en efecto. Es el profesor de la escuela. Sus treinta alumnos acaban de plantar un árbol cada uno. Al poco, mueren. Los treinta. Es decir, los árboles. Eran naranjos. Quizá fue la tierra, o el abono. No sería tan mala noticia si dos semanas antes no hubiesen estirado la pata las serpientes. Aunque eso no fue extraño porque el calentador estuvo apagado cuadro días a causa de una huelga. Los niños ni siquiera se pusieron tristes. Cosa distinta fueron los jardines. Murieron porque se debieron de regar demasiado. "Bueno, no me gusta pensar que alguien los haya saboteado", dice Edgar. No era una temeridad pensarlo porque antes habían muerto los gerbos, los ratoncitos blancos y la salamandra.

No extrañó a nadie, sin embargo, que murieran los peces tropicales. Otra cosa fue el perrito, ¡ay! Es cierto que nunca debieron tener uno, pero una alumna lo encontró debajo de un camión y lo llevó a la escuela, donde encontró su hogar. "Tan pronto vi el cachorro, pensé, Jesús Santo, apuesto a que no va a vivir más de dos semanas, y luego… eso fue lo que hizo", sostiene Edgar. Tema aparte era lo del huérfano coreano que la clase adoptó a distancia, en el marco del programa Ayuda a un Niño. Cada alumno ponía 25 centavos al mes para costearlo. El niño coreano se llamaba Kim. La clase se quedó muy afectada. De hecho, no se vio con ánimo para adoptar a otro chaval cuando se lo propusieron, por si acaso.

Fue en ese momento cuando empezaron a preguntarse si no estaba pasando algo malo en la escuela. Edgar prefería pensar que no. Que solo era una racha aciaga. Una mala noticia, más otra mala noticia, más otra mala noticia. Es decir, una simple suma. Una operación matemática que lo arrasaba todo. De hecho, hubo también un número desacostumbrado de padres de familia que murieron. Hubo dos paros cardíacos, y dos suicidios, un ahogado, y cuatro que se mataron juntos en un accidente de coche. Ah, y un derrame. La misma alta mortalidad afectó a los abuelos. Entonces, un día se produjo la tragedia. Dos niños, que jugaban en las excavaciones del nuevo edificio federal de oficinas, fallecieron aplastados por unas vigas. Ese fue el peor momento de la racha. Aunque no hay que olvidar que el padre de otro de los niños murió a puñaladas cuando forcejeaba con un intruso enmascarado que había entrado en su casa.

Cuando acabas de leer el relato te sientes casi un afortunado. Podías haber muerto facilísimamente durante su lectura, ser una parte más, otra víctima, de esa ola terrible que trae consigo la historia, y que se lo lleva todo por delante. También sientes que cuatro o cinco reveses, o diez, son una broma ligera.

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