Blog | Que parezca un accidente

La vida a la deriva

LA PRIMERA IMAGEN es esta. Mi hija Julia correteaba alrededor de la piscina de la casa de mi padres y eso era todo. El resto del mundo, vacío y sin importancia, casi inoportuno, sucedía a cientos de kilómetros de allí. Me parecía que solamente existíamos Julia y yo. Tenía miedo de dirigirme a ella. Tenía miedo de moverme, de hacer algún ruido inconveniente y distraerla. No quería que nada alterase ese equilibrio delicado en el que parecía sostenerse la escena. Ella saltaba y corría por el césped, alrededor del agua, ajena a su propia realidad. Sencillamente, se encontraba allí. Los dos nos encontrábamos allí. Habíamos ido a buscar un par de cosas que me había pedido mi madre —unas antiguas libretas y la correspondencia acumulada de varios días— y también a recoger algunas mandarinas. Pero en ese momento estábamos perdiendo el tiempo. Perdiéndolo a conciencia, que es la única forma aceptable en que se deben emplear los días libres.

La vidaYo estaba sentado en las escaleras de la parte de atrás de la casa y no podía dejar de observarla a lo lejos. Corriendo y saltando a contraluz, con la piscina detrás y el sol de fondo, en pleno atardecer. Parecía una vieja grabación en Super 8. Algo casi intangible, contemplado desde otro lugar en el tiempo. Y mientras la observaba, era especialmente consciente de aquel instante. De todos los elementos que lo integraban. De cada gesto de Julia. De cada rayo de luz. Era como si el reloj se hubiese detenido. Aquel no era un instante más y yo me daba cuenta de ello.

Segunda imagen. Eran las tantas de la noche y mi mujer y mis hijas hacía tiempo que se habían ido a la cama. Yo me había quedado a terminar un par de párrafos de la novela que algunas horas antes, quizá debido a alguna frase en mal estado, se me habían atragantado. El silencio y la oscuridad lo ocupaban todo. El edificio dormía. La ciudad entera dormía. El flexo de mi escritorio era una llamita encendida en el medio de la nada. Yo recorría la casa despacio, con las luces apagadas, disfrutando de aquella tranquilidad tan particular. Había algo reconfortante en contemplar esa clase de quietud, totalmente a oscuras, mientras los tuyos descansan y tú sientes que, de alguna manera, todo encaja. Es como observar una etapa concreta de tu vida. Así es como están las cosas ahora mismo y están bien. Pero además de ser consciente de ese instante, como ocurría con Julia en la piscina, se produjo una satisfacción especial al entender que estaba parándome a ser consciente del mismo. Al observarme a mí mismo, como desde fuera, dándome cuenta del momento.

En una fantástica columna publicada en Táboa Redonda hace unos días, Fernando Portorosa recalcaba la importancia de pararse a vivir. De detenerse a pensar la vida mientras uno la vive. De ser consciente de cada instante, mirando y escuchando alrededor con atención, sintiendo lo que uno ve y escucha, relacionándolo con uno mismo y con todo cuanto sabe. La importancia de darse cuenta. De vivir despierto. "La vida, no sé si la hace más real. Ni más feliz. (…) El caso es que llega un momento en que vivir de otra manera no tiene sentido ya". Y aquí es donde, por primera vez en mucho tiempo, no puedo coincidir con Portorosa.

Porque sospecho que ese pensamiento que se produce "antes, durante y después de cualquier vivencia" es el pensamiento al que yo me refería en la segunda imagen que he descrito antes. La conciencia de estar siendo consciente. Darse cuenta de que uno se está dando cuenta. Y aunque se trata de un ejercicio muy satisfactorio de reflexión y análisis cuando es ocasional, vivir la vida así, siempre de esa manera —porque "vivir de otra manera no tiene sentido ya"— hace que uno corra el riesgo de terminar convirtiéndose en un espectador de la misma y, lo que es más peligroso, sintiéndose cómodo únicamente en esa posición. La de la evaluación permanente. La de la racionalización continua de su propia realidad. Y ese territorio autorreferencial se halla demasiado próximo al de la obsesión.

Pero si Portorosa se refiere, sencillamente, a la consciencia que describo en la primera imagen, la de quien vive despierto, atento a cada detalle, sin necesidad de "relacionarlo con uno mismo y todo lo que sabe", entonces tampoco puedo estar de acuerdo con él. Porque pensar la vida en su totalidad, cada momento que forma parte de ella, impide que uno se deje llevar. Que uno se deje arrastrar por el instante, como un tronco a la deriva sobre un río. Y a veces la vida necesita eso. Es más, a veces la vida consiste exactamente en eso. Ya que sin esa agradable deriva —al igual que no habría luz sin oscuridad ni tranquilidad sin inquietud— sería imposible vivir conscientemente. Y el pensamiento, como él mismo apunta, "parece una habitación muy fría para meter en ella la vida entera". En eso sí estoy de acuerdo.

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