Blog | Que parezca un accidente

La vejez y Kirk Douglas

UN DÍA cualquiera estás en tu casa, tal vez pelando patatas o leyendo la última entrevista de Patrick Süskind, cierras un instante los ojos, bostezas con profundidad, extiendes los brazos un poco hacia arriba y un poco hacia atrás, desperezándote con rudeza y, de repente, cuando te quieres dar cuenta, han pasado veinte años.

La vejez, como la infidelidad o la resaca, es una clase de traición inesperada. Sencillamente sucede. Cuando menos te lo esperas. Sin avisar. Una noche llegas cansado a casa, te derrumbas en un sofá y se te echa encima sin compasión desde detrás de una cortina. Nadie piensa en ella hasta que, en ese preciso instante, notas cómo se abalanza. "La vejez me ha sorprendido -decía la escritora y editora Esther Tusquets en una entrevista publicada en El Periódico en el año 2010 a propósito de su libro Pequeños delitos abominables-. Es mucho peor de lo que creía. Siempre he sabido que me iba a morir y pensaba en la muerte, pero no me veía a mí de vieja. Es una experiencia dura". Quién nos iba a decir que, a base de cumplir años, terminaríamos cumpliéndolos todos. Incluso los últimos.

Uno tiende a situar siempre la vejez en el horizonte, a unos trece o catorce años de distancia. Da igual la edad que tengas. La vejez siempre deambula a lo lejos, al final del camino, inalcanzable. Hasta que un buen día, contra todo pronóstico, deja de hacerlo. Decía Jules Renard que es entonces cuando uno empieza a decir cosas como "nunca me había sentido tan joven". Ese es uno de los síntomas más evidentes de envejecimiento. Nunca falla. Porque a todos nos gusta creer que los años son gratis y la edad nos ha indultado, pero la realidad siempre es otra. Creo recordar que, en El extranjero, Camus define la vejez como una enfermedad incurable. Lo único que podemos hacer al respecto es decidir cómo queramos afrontarla y las posibilidades son solamente dos: bien o mal.

Un ejemplo de vejez bien gestionada es el de Kirk Douglas -operaciones estéticas aparte-. El último grande de Hollywood acaba de alcanzar los cien años de edad y lo ha celebrado como le ha dado la gana. A ver si ahora va a cumplir uno un siglo para tener que plegarse a incómodos convencionalismos. Lo primero que ha hecho es vetar cualquier clase de banquete en la celebración. Sin tapujos, ha declarado que no quiere que le organicen una comida o una cena porque no soporta ver comer a la gente delante de él. Y cuánta razón tiene. Es lo mínimo que se puede pedir. Lo que nos faltaba es llegar a los cien años para ver cómo se articulan las mandíbulas de los demás, quienes, por simple probabilidad, serán más jóvenes. La mera sugerencia de un aperitivo es una grosería.

Una vejez bien llevada es una vejez osada, franca, incluso insolente. La devoción por el abuelito cándido y vulnerable que manifiesta su opinión con prudencia y voz quebradiza para no molestar a nadie es una temeridad. La persona que ha llegado a la vejez no debe nunca reprimir sus veredictos, ni en la forma ni en el fondo, por descarados o directos que estos sean. Uno no llega a anciano para callarse lo que tenga que decir, moleste a quien moleste. Es la juventud, por el contrario, la que precisa de cierto recato, no vaya el mundo a colocarla en su sitio de un bofetón.

Al propio Douglas le preguntaron, a la edad de cuarenta y pocos, cómo pudo atreverse a contar con Dalton Trumbo, uno de los Diez de Hollywood condenado por el macarthismo, para escribir el guión de Espartaco. El actor y productor, que por aquel entonces ya acumulaba más de treinta películas a sus espaldas -entre ellas Senderos de gloria, Duelo de titanes o El gran carnaval-, contestó que era tan rico que no le importaba jugárselo todo a una carta. "Entonces ganaba más dinero con una película que mi padre en toda su vida", declararía más adelante a la prensa, presumiendo de que, sólo con sus ahorros, podría permitirse el lujo de no volver a trabajar jamás. Lo que tal vez ignoraba aquel joven y bravucón galán de la industria del cine es que su vida se alargaría ni más ni menos que diez décadas y que, en los últimos veinticinco años, sólo iba a participar en cinco películas. Por lo que, visto con perspectiva, y aunque la jugada le salió redonda, lo sensato habría sido actuar con más prudencia. Con el tiempo, seguramente, ningún ingreso ha estado de más.

Ahora, más de medio siglo después, a Issur Danielovitch Demsky, que es como se llama Kirk, no le sale de las narices ver a la gente comer. No le importa que se contrate una banda, que se invite a medio Hollywood, tener que vestirse de esmoquin o fingir -excepto ante el difunto Jules Renard- que nunca se había sentido tan joven. Si su familia quiere dar una fiesta, que la dé, pero que no le pongan a nadie masticando delante. Triturando vulgarmente pedazos de comida con los dientes. Algo así debería estar prohibido. Es una ordinariez. Y ya que ha cumplido cien años, qué menos que poder exigir lo que se le antoje.

Al parecer, Kirk también ha pedido a los suyos que le dejen tomarse, al menos, un vasito de vodka. Como es natural, le han dicho que no. Un anciano de cien años bebiendo vodka. Dónde se ha visto una locura semejante. Está visto que ese pobre hombre ya chochea.

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