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La silla

El Ine, tan animoso, nos dice que en 15 años seremos más viejos y estaremos más solos

LAS PROYECCIONES del Ine dicen que en 2033 seremos más viejos y estaremos más solos. Ine, quién lo hubiera imaginado. Leo estas noticias, todas porque no me pierdo ni una, con cargo de conciencia. Un poco es por el narcisismo porque de mí no solo hablan todas las canciones y todas las películas, también todos los breves de todos los periódicos. Me revelan. Otro poco es porque, realmente, pero de verdad, me increpan. A mí y a todos. Nos dicen que a ver a qué andamos, que lo estamos haciendo mal, que cambiemos.

Yo quiero complacer al Ine, que conste. Quiero participar en la tarea colectiva de levantar el país, o las estadísticas, de ir por el otro camino para compensar por el extremo y enredar con la media, pero no veo cómo dejar de envejecer. La alternativa, francamente Ine, no compensa.

Por supuesto, de viejos, en este noroeste peninsular, sabemos muchísimo. Nos florecen. También de soledades. Y de la coincidencia de ambas cosas. Bajo a la farmacia de mi calle, para qué ir más lejos, donde encuentro una representación viviente de esa simultaneidad de la que hablo. La farmacia tiene un aparato para medir la tensión y, al lado, una silla. Todo ese bodegón farmacéutico es un error porque según lo que ha descubierto un grupo investigador vigués llevamos toda la vida midiendo mal la tensión.

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MARUXA

Ha de hacerse de noche, durante el sueño, para resultar realmente certera y no como hacemos ahora. Da igual. Junto al tensiómetro, en esta y en todas las farmacias, hay una silla. Además, en esta farmacia en concreto, la silla está casi siempre ocupada por alguien con el brazo libre, sin banda alguna. A veces es un señor, pero generalmente una señora, que pasa una parte de la mañana en ese ambiente protector.

No sé qué tienen las farmacias, algunas, las que se parecen a las de siempre y no las que rozan la droguería, que tienen un efecto calmante, de lugar donde nada malo va a pasar. Debe de ser el olor de la acumulación medicamentosa o el orden de las cajitas de pomadas y pastillas, una sobre otra en estanterías correderas como de biblioteca pública bien surtida. El caso es que esa proclividad a estar a gusto en la farmacia empuja a señoras, que van a recoger una receta, o unos caramelitos o un termómetro nuevo, a sentarse en la silla del tensiómetro y pasar una hora o más observando las idas y venidas en ese confesionario blanco. En silencio, escuchan listados de dolencias, peticiones nada concretas, relatos de inquietudes. De vez en cuando, aportan su remedio y su voz sobrecoge por inesperada. Llevan allí todo el tiempo, desde que llegaste, sacaste la tarjeta y empezó todo ese jaleo de repaso de listas, corte de cartoncitos, despliegue de bolsas minúsculas.

De vez en cuando, estas cosas pasan, alguien va a medirse la tensión y la silla debe quedar libre. Es eso o la proximidad de la comida lo que propicia la rotación. Pasado el trance de que la silla sea ocupada por su legítimo inquilino vuelve al mercado para recibir a una nueva señora, mayor y sola, que elige ese lugar tranquilo para pasar un rato en compañía.

Leído el estudio vigués no hace falta mucho análisis para darse cuenta de que el tensiómetro va a desaparecer de las farmacias o se va a mantener como los tarros de cerámica de viejos remedios, expuesto solo como recuerdo. Pero confío en que se conserve la silla. También el ambiente, ese clima seguro donde pasar una horita de solitaria vejez en compañía mientras la vida y sus asuntos nos pasan por delante.

Por los augurios del Ine la vamos a necesitar.

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