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La pela

La soberbia con la que algunos se conducen cuando llegan a las provincias es exasperante

TODOS TENEMOS DÍAS DE ESOS. No hacen falta razones extraordinarias. Uno se levanta con el pie izquierdo y el humor cojea durante toda la jornada. Con un soplo de mala suerte, empeora. Algo tan aparentemente inocuo como una cena opípara es suficiente para que el descanso nocturno no sea demasiado reparador. No acabas de coger postura en la cama y los sueños se vuelven densos. Espesos y amargos como el chocolate frío. Dormir mal acaba por agriarle a uno el carácter. Nos hace estar más susceptibles. Puntillosos, incluso. No tienes el cuerpo para aguantar a soplagaitas. Las idioteces que en cualquier otro momento resbalarían por tu conciencia con la ductilidad de lo intrascendente, de repente te enervan y te hacen saltar. En condiciones normales no te dejarías envidar. Te mantendrías en la línea de lo recomendable. En la inteligente indiferencia. Como diría mi madre, «no hay mayor desprecio que no dar aprecio». Como aconsejaba el pequeño de los Tonechos: «Pasa de todo, papá».

Pero hay días en los que no estás para pasar de todo. Una mala noche, quizás, o simplemente que cada año que pasa algunos soportamos peor los comportamientos soberbios y la chulería de determinados individuos. Hay gente que va por la vida mirando a los demás por encima del hombro. Personajes que llevan la cabeza tan levantada que son incapaces de ver el charco antes de meterse en él hasta la curcusilla. Te sueltan una impertinencia o una grosería y levantan la ceja para ver cómo reaccionas. Puedes ignorarlo y pensar que en el pecado lleva la penitencia. Que no hay mayor idiotez que ponerse a la altura de un idiota. Dejarlo estar, y punto. Que se vaya al cuerno. Pero entonces todo se complica. Se te nubla la mirada y te das cuenta de que no. De que no te da la realísima gana. De que si realmente te buscan, lo mejor es ahorrarles el trabajo. Que te encuentren. Para qué hacerles perder el tiempo.

El tipo estaba hablando con una mujer a las puertas de la Audiencia Provincial. Nosotros estábamos a unos metros de ellos, al otro lado del muro que protege la entrada a la sede judicial. Al percatarse de la presencia de una cámara de televisión, miró de reojo. Hizo como que no nos había visto. Siguió charlando con su acompañante, pero como el que no quiere la cosa, cogió el móvil y, con los ojos fijos en la pantalla de su smartphone, se mesó el cabello. Se lo peinó cuidadosamente con los dedos. Continúo a lo suyo, pero tan solo unos segundos después se colocó también el nudo de la corbata. Apretó y centró. Americana azul oscuro y chalina en tono granate. Informal pero arreglado. Un profesional.

Faltaban unos minutos para el inicio del juicio. Decidimos acercarnos para confirmar si, tal y como nos habían avanzado, estaba cerrado un acuerdo entre la defensa y la acusación. Educadamente, le preguntamos si tenían algo que ver con la vista oral que iba a celebrarse. Nos dijo que no. Que él y su acompañante venían de Barcelona y no estaban allí por nada que tuviese interés informativo. Como dejó la puerta abierta, entramos. Lo interrogamos, de nuevo cordialmente, por el motivo de su visita a provincias. Confesó entonces que sí, que ejercía la representación legal del denunciante. Podría haberlo dejado ahí, pero no quiso. A veces pasa. Hay a quien no le basta con tener la última palabra.

Nos dijo que no sabía que los periodistas fuesen a los juzgados para cubrir ese tipo de noticias. Reconozco que el tono de mi respuesta, sin perder la corrección, fue entonces más firme. Le dije sí, que a eso nos dedicamos, entre otras cosas. A ir de vez en cuando a las sedes judiciales para informar de lo que allí se decide. Con una sonrisita, a mi juicio un tanto impertinente, comentó que él no estaba acostumbrado a esas cosas. Nos dio a entender que la atención de los informadores en su ciudad está centrada en temas de más enjundia. Asuntos con tanta sustancia como «todo lo que está pasando con el procés».

Dije lo que no pienso y sin pensar lo que iba a decir. Dejé que la bilis sustituyese a la saliva. Enojarse no ayuda a reflexionar. Le espeté que a «nosotros» nos importaba «un pimiento su dichoso procés». Con suficiencia, adobada por esa sonrisa imprudente, me la devolvió: «creo que debe importarnos a todos». Tocado y totalmente nublado por la mala leche, solo se me ocurrió decir: «Nosotros tenemos aquí nuestros propios problemas». Ahí quedó la cosa.

Después, ya dentro de la sala de vistas, lamenté no haber estado más fino. Aclararle que, efectivamente, miramos de reojo hacia su tierra y esperamos que el asunto se solucione, por el bien de todos, pero sin olvidarnos de nuestros propios asuntos. Explicarle que tuvo que acercarse a Lugo en coche porque aún estamos esperando la llegada del AVE. Ese tren que sus paisanos ya pueden disfrutar pero que, según los individuos que han montado la fiesta del "procés", los demás ni necesitamos ni merecemos. A fin de cuentas, somos provincianos que nos paramos en un juicio de mierda. Por cierto, el mismo que él vino a defender desde Barcelona. Imagino que también para ganarse el sueldo. La pela.

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