Blog | Permanezcan borrachos

La abuela en su galería

EN SUS ÚLTIMOS años, mi abuela Juana se pasaba diez horas al día en la galería, escrutando lo que ocurría en la calle, y también lo que no ocurría. Ambas cosas atraían su interés. Ella podía sentirlo todo, incluido lo improbable. A veces contaba que, en agosto de 1945, cuando los norteamericanos arrojaron la bomba atómica sobre Hiroshima, ella se encontraba en Vilardebós, a diez mil kilómetros, y aún así sintió la onda expansiva. "Aquí", decía, y se señalaba al pecho con afectación. Yo no podía aguantar la risa ni el desasosiego cuando la oía, porque hablaba en serio.

Por supuesto, la calle también miraba a mi abuela. Su presencia tras los cristales casi equivalía a una historia de fantasmas. No era fácil pasear por allí y no levantar la cabeza hacia la galería de su casa, en forma de edificio Flatiron, desde donde te saludaba con indolencia, con su mirada encima de ti. Para algunos vecinos resultaba inquietante. Entendería que mi abuela les diese un poco de miedo, y acelerasen el paso. Allí apostada casi parecía un personaje de Hitchcock, presagiando algo terrible. Cuando murió, durante algún tiempo algunos vecinos siguieron levantando la vista y saludándola con la cabeza, ya como ausencia.

Ilustración para el blog de Juan Tallón. MARUXA

Ella se sentaba desde la mañana temprano en su silla, que tenía su forma. Apenas se levantaba para acudir al baño o a la cocina. Desayunaba, almorzaba y cenaba también en la galería. Cedía el resto de la casa, bastante grande, al fantasma de mi abuelo. Algunos días, la exhaustividad con la que observaba desde la galería su trozo de mundo me hacía pensar en Giovanni Drogo. El personaje de Dino Buzzati se licenciaba en una academia militar y emprendía viaje a la Fortaleza Bastiani, fronteriza con el desierto de los tártaros, pueblo enemigo del norte, del que hacía años que no se tenía noticias.

Se suponía que en cualquier instante los tártaros podían atacar. Era una posibilidad eternamente aplazada. Drogo se convenció de que el enemigo aparecería algún día. Solo había que esperar. De hecho, él se hacía viejo vigilando el desierto. Pero eso no mermaba su fe: los tártaros vendrían, estaba seguro. Por desgracia, un día su salud empeoró y se vio recluido a su habitación. Condenado a la cama, al poco escuchó movimiento en la fortaleza. Al parecer, el enemigo había llegado. Yo creo que mi abuela también estaba esperando la llegada de algo, pero cuando ese algo al fin apareció, ella ya no estaba en la galería para verlo.

La galería se levantaba tres metros sobre la calle. A veces los transeúntes se detenían enfrente y miraban a su interior como si admirasen el escaparate de una ferretería. Confieso que cuando visitaba a Juana, y me sentaba a su lado, escudriñar lo que ocurría fuera tenía algo de hipnótico. Veías pasar por delante al mismo vecino tres veces en diez minutos sin venir a cuento, y sin querer estabas preguntándote en qué sucio asunto estaba metido o quién sería su amante. La galería era un modo de relacionarse con el mundo. Muchas tardes aparecía alguien conocido con ganas de hablar, o para transmitir simplemente un recado, y no tocaba el timbre de la puerta, sino que llamaba desde la calle, a gritos, para que mi abuela subiese la ventana de guillotina.

Casi todo podía hacerlo desde allí. Cuando pasaba la panadera, con el reparto, asomaba la cabeza y le pedía una barra, que colgaba en el pomo de la puerta. Si veía acercarse la furgoneta del fontanero le hacía señas para que se detuviese y le decía que subiese, porque fallaba un grifo. La mañana que pasaba uno de sus hijos o nietos lo mandaba a hacer varios recados. Si quien aparecía era el carnicero, le encargaba medio cordero para el domingo. A la del banco le decía cuánto dinero tenía que traerle. Cuando llegaba el de la funeraria, y grapaba la esquela en la puerta de madera de la casa de al lado, abandonada, preguntaba desde la galería quién había muerto. Si el muerto no le sonaba de nada, bajaba a la calle y leía el listado de familiares. Cada dos o tres días colgaban una esquela nueva. A la edad de mi abuela era una forma de saber qué tal les iba a los amigos que hacía mucho que no veía.