Opinión

Juguetes

El sábado fui a una tienda del barrio a comprar un regalo para la hija de unos amigos, de quince meses de edad. Pude elegir entre libros con sonido, libros táctiles, libros de goma para meter en la bañera, bloques de colores con ruidos de animales, y hasta un kit para representar con sombras chinescas el cuento de Los tres cerditos. Recordé los juguetes de mi infancia, aquellos bebés tiesos que lloraban a pilas, las muñecas de inquietantes ojos duros, o aquellas marionetas con cabeza de plástico que se desprendían por el uso, y que mi madre reparaba con una goma del pelo. No es justo compararlos con todos esos artilugios primorosos pintados en colores pastel y diseñados por psicólogos infantiles según el método Montessori.

Mi amiga Rosa, ferviente defensora de los juguetes no sexistas, solo compra a su hija de dos años divertimentos transversales que han de educarla en la igualdad de oportunidades y lejos de estereotipos de género. En esa casa entran libros, construcciones, balones y todo tipo de estimulantes de la inteligencia, y están proscritos los bebés, los cacharritos y las cocinas diminutas que tanto me gustaban de pequeña. Pero el otro día, en una salida al parque, la hija de mi amiga coincidió con una contemporánea que, en lugar de otro invento, llevaba en la mano una sillita de plástico con su correspondiente muñeco. Mi amiga miró con pena a la chiquilla a la que sus padres estaban instalando en el rol de la mujer–madre… hasta que su hija, sin muchas contemplaciones, arrebató a la cría la silla de paseo que claramente le parecía más apetecible que los artilugios igualitarios con los que sus padres pretenden que se divierta.

Al final, por mucho que nos empeñemos, los niños son niños. Y tengo la sensación de que estamos inventando para ellos juguetes que, más que a los hijos, gustan a los papis. Por cierto, la hija de mi amiga ya tiene su sillita bebé. Se la compró su abuela, que de niña jugaba con muñecas y es catedrática de literatura…

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