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Juego de ladrones

La película de Christian Gudegast exuda testosterona como si se estrenase en los años 80

EN UNA ESCENA de Juego de ladrones, uno de los miembros de la banda (50 Cent) espera, en la casa familiar, la llegada del chico que va a acompañar a su hija al baile de graduación. Cuando este entra por la puerta le pide que le acompañe al garaje, donde están escondidos sus amigos musculados hasta el límite, tatuados como marineros y con cara de haber degollado a una cabra con sus propias manos.

"Sólo quería que supieses que mi hija tiene que estar a las diez y media en casa”. El chiste, sudoroso, antiguo y muy machirulo, reproduce el sueño del padre moderno; aquel que, como no puede impedir que su niña crezca, le gustaría tener a mano a una banda de macarras para que sean ellos los que hagan el trabajo sucio.

Christian Gudegast dirige y coescribe una película de acción antigua aunque tenga vocación de actualizar a Michael Mann. De metraje absolutamente desproporcionado, Juego de ladrones exuda testosterona como si se estrenase en los ochenta y diseña un duelo de bandas para ver quién es el más chulo del barrio.

No es A todo gas, sino algo más serio, y, por tanto, fallido

Pero Gudegast solo se permite el chiste del padre amenazador entre tanta macarrada. No es A todo gas, sino algo más serio y, por tanto, fallido. Por eso se toma tanto tiempo; para dar una profundidad a los dos personajes principales que nadie ha pedido, despistar al espectador y regalarle una o dos escenas de recreo.

Lo mejor de Juego de ladrones está en su última media hora. Una escena de acción compleja, de guerra urbana, y tan bien rodada y planificada que desplaza el punto de vista en varias direcciones sin confundir ni atolondrar.

Pero en toda película de atracos moderna el cómo es lo de menos. Juego de ladrones invierte mucho esfuerzo en el proceso y en la batalla personal de los dos gallos de corral. Cuando llegamos a la escena final, ya estamos agotados.

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