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Josito

Sin nombre
photo_camera MARUXA

Cuando está borracho, Josito Valadouro siempre cuenta la historia de aquella noche en la que vio a la chica de la curva en Areas y estampó el BMW de su padre contra un muro. "La saludé con la mano, no sería más de un segundo... Y cuando me quise dar cuenta ya tenía medio coche fuera de la carretera", le contó a la Guarda Civil y, desde entonces, a cualquiera que se interesa por el famoso accidente. También a su padre, que le saltó dos empastes de una hostia y no volvió a dejarle el coche nunca más. "¡Tantos trabajos para dejar preñada a tu madre y me saliste parvo, carallo!", se asegura que le gritaba el viejo Valadouro a Josito mientras los guardias intentaban contenerlo. De esto último, mi amigo no confirma ni desmiente, como esos famosos que salen por la tele esquivando las preguntas de los periodistas del corazón.

Siempre le gustó la prensa rosa a Josito, desde pequeño. Su madre se lo llevaba todas las tardes a la peluquería de Teresa y allí se empapaba de amores entre princesas y actores, flamencas y toreros, modelos y empresarios... A los quince años ya estaba enamorado perdidamente de Estefanía de Mónaco y todavía hoy, con más de cuarenta, vuelve locos a los camareros para que suban el volumen de la televisión cuando la ve aparecer en pantalla. Porque Josito, como tantos otros niños bien de nuestra generación, vive en el bar y duerme donde puede.

No le fueron bien sus dos aproximaciones al matrimonio: el primero por la iglesia, el segundo por el juzgado. Con Susana, una dependienta de droguería que conoció en Cangas, compartió vida durante cuatro semanas, lo que tardó ella en darse cuenta de dónde se había metido. Con Yoya, la camarera del antro que le costó el primer divorcio —el antro, no la camarera; el romance vendría después— la cosa duró un poco más, casi un año. "Puedes decir lo que quieras pero fueron dos relaciones que me salieron bien", dice. "Mejor imposible". Yo qué sé, él tiene sus códigos y sus criterios... ¿Quién es nadie para decirle que el primero no pasó de simulacro y el segundo de excesiva road movie? Porque Yoya y Josito, que no se me olvide, se compraron una caravana con el dinero recaudado en la boda y se fueron a Marruecos, que fue donde todo comenzó a torcerse de verdad: a él casi lo matan de una paliza, ella se lió con un alemán, y los dos regresaron a Campelo cargados de reproches y sin un duro en las carteras.

Fue precisamente en Marruecos, por lo que sea, donde Josito empezó a ver cosas que nadie más podía ver. "¿Drogas, yo? Jamás", te responde muy afectado cuando le preguntas por lo evidente. Una noche, en Casablanca, se encontró con un tío de su madre que llevaba más de diez años muerto. Otra, creo que en la misma ciudad, con un ovni. Ya en el pueblo, de regreso y felizmente separado, organizó un follón maravilloso una noche en la que, sigue sosteniendo, vio a dos negros saliendo por una ventana en casa de sus padres. El caso es que la madre echó en falta joyas y algo de dinero así que se organizó una batida para encontrar a los supuestos ladrones mientras él trazaba dos retratos robots en el bar sin que nadie se lo pidiera, por entretenerse. Así fue siempre Josito Valadouro: un soñador, un vividor, un excepcional contador de historias.

"Ahora estoy metido en un negocio de exportación de palillos", me contaba ayer mismo. "Los chinos se matan por los palillos de eucalipto, estoy mandando un contenedor de los grandes a la semana para allá". Lo dice sin pestañear y sin darse demasiada importancia, como si fuese lo más normal del mundo. ¿Y a tu padre qué le parece lo de los chinos?", le pregunto. Hace un gesto con la mano, girando la muñeca a un lado y al otro, lo que entiendo como un más o menos. "El viejo es racista antes que persona, bien no le parece, pero desde que no le pido dinero anda bastante contento". Invita a las cervezas y pide que se las apunten: está a punto de recibir una transferencia importante. "Esta es mi casa, ¿sabes?". Yo lo corrijo: en realidad es la mía, el bar de mis padres, de mis tíos, de mis abuelos... Me mira con cierto desprecio, un tanto contrariado, y echándose hacia delante me coge por la pechera y me amenaza con darme unas bofetadas si no vengo más a menudo a visitar a los míos: "No hay nada más importante que la familia, por lo menos pasar a saludar". Si lo sabrá él, que lleva toda su vida saludando hasta a los muertos.

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