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La herida de la rodilla

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Siendo niño, una escena se repetía en casa cada año. Cuando del invierno ya no quedaba ni su sombra, una tarde cualquiera, mi abuela me llamaba para que me asomara a la ventana a ver la llegada de las golondrinas. Sus vuelos eran sinónimo de alegría, de colegios cerrados, de sol, de heridas en las rodillas, de porterías hechas con piedras... Fue sencillo cogerle cariño a aquellos pájaros que cada año venían a traer la buena nueva. Pero con el paso del tiempo creció en mí la sospecha de que me estaba equivocando en el objeto a adorar. Cuando llegaba la época en que las nubes dejaban ver el cielo azul alzaba la cabeza y lo único que veía eran vencejos, que también alegran la vista, pero no el alma. Yo buscaba las golondrinas que mi abuela encontraba antes que nadie. Llegué a pensar que durante todo el tiempo habían sido vencejos. Arrojé la toalla, lo admito. Pero este año he visto volar golondrinas. Ha sido necesaria una pandemia y un confinamiento extremo, pero aquí están de nuevo. Se las enseñé a mi hijo el otro día y no le dio importancia. Insistí, por si pasa mucho tiempo sin verlas, pero nada, ni caso. Entonces se montó en un columpio y reparé en lo bien curada que tenía la herida de la rodilla.

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