Esperando a los Reyes

NO SÉ SI debería decirlo. Supongo que da lo mismo. Cualquier falta cometida estará ya prescrita. Lo cierto es que tengo que confesar que, siendo todavía un tierno infante, urdí un plan maquiavélico para embaucar a mis padres. No fui especialmente precoz en el desengaño, pero dejé de creer en los Reyes Magos mucho antes de lo que mis progenitores pensaban. Como andaba con la mosca detrás de la oreja, decidí confirmar mis sospechas esperando con un ojo abierto a sus majestades de Oriente. Es curioso, a veces me cuesta rememorar con precisión cosas que hice el mes pasado, pero tengo un recuerdo muy nítido de aquella noche. Como siempre, había escrito la dichosa carta con buena letra y la había depositado en el buzón para que los sufridos pajes la hiciesen llegar a la central de recepción de pedidos de sus excelencias. Ahora me doy cuenta de que ni la estructura logística de Amazon hubiese bastado para hacer funcionar un sistema de reparto tan endiabladamente complejo.

Era comedido a la hora de redactar mi lista de deseos. Pensaba que era mejor quedarse corto que quedarse sin nada. Ese año, concretamente, sólo había pedido una figura articulada de los Masters del Universo, una serie de dibujos animados de finales de los ochenta. Quería el muñeco del protagonista, He-Man. El sujeto era una especie de culturista, un animal cargado de anabolizantes con media melena de color platino. Un tipo más bien raro, de sexualidad indefinida, que luchaba con una espada mágica. Lo curioso es que, hiciese frío o calor, el maromo siempre andaba con el torso desnudo. Iba enfundado en unos incómodos gayumbos de cuero y llevaba los pies calzados con botas de piel con borreguillo. Visto en perspectiva, más que un héroe parecía un figurante en el desfile del orgullo gay.

Esa noche me fui rápidamente a la cama. No monté numeritos por la obligación de meterme en el sobre demasiado temprano. Esperé y esperé. Aguardé debajo de las sábanas, quieto como los felinos cuando vigilan a una presa. Escuché como se acostaban mis padres en la habitación contigua. También los oí cuchichear. En torno a la medianoche, quizás un poco más tarde, sentí pasos en el piso de madera de la segunda planta de la casa de mis abuelos. Luego, gracias a la luz que se filtraba desde el exterior, identifiqué la familiar silueta que entraba a hurtadillas en mi cuarto y dejaba dos paquetes en el alféizar de la ventana. Sólo diré que no llevaba puesta ninguna corona y tampoco tenía barba. Ni siquiera probó las galletas y el vaso de leche que le había dejado para reponer fuerzas. Eso último no me extrañó. Había cenado razonablemente bien unas horas antes y el viaje, al final, no había resultado tan largo.

El caso es que, además del muñeco He-Man, los reyes de la república independiente de mi casa tuvieron a bien dejarme la figura de su archienemigo, Skeletor. Igual de dopado que el primero, pero con la piel azul y cabeza en forma de calavera. Ambos se pasaron un año entero dándose de hostias. Al final, el bueno acabó perdiendo las piernas. Al malo aún lo conservo. Guarda reposo en alguna caja de cartón en el trastero de mis padres.

No dije ni pío. Permití que sus majestades siguiesen creyendo en mi inocencia hasta que tanta ingenuidad llegó a ser más que sospechosa. Confesé que lo sabía, que lo sabía todo, cuando ambos empezaron a pensar que era realmente bobo.

El caso es que con la recuperación económica me pasa algo parecido a lo que me sucedía con los Reyes Magos. No estoy muy convencido, pero quiero creer porque me conviene. Resulta insoportable pensar que nos vamos a tirar otros siete años igual. Ahora bien, para que el asunto resulte mínimamente creíble es importante mantener las formas. Con cuatro millones y medio de parados, decir que somos «un referente para Europa» es pasarse de frenada. Puede levantar sospechas incluso entre los más cándidos. Está vez prefiero no esperar despierto. Si veo a Montoro entrar en mi dormitorio con un paquete, me cago de miedo.

Es una pena

Es una pena. Casi la mitad de los chavales de entre 5 y 14 años hablan siempre en castellano. Gómez Besteiro acusaba a la política lingüística de la Xunta del progresivo declive del gallego. Algo de razón tiene. No se están haciendo bien las cosas cuando no somos capaces de cuidar de una parte fundamental de nuestra identidad como pueblo. Los padres también tienen su parte de responsabilidad. El problema es que no se le da valor a algo que ciertamente lo tiene. Si la cosa sigue así, la situación irá a peor. Al menos se quedarán tranquilos los que decían que el español era una lengua perseguida en Galicia.

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