Blog | Permanezcan borrachos

Escritor, destrúyelo todo

Hay cosas que uno no desea publicar, pero que no hace desaparecer. Algo tan candoroso como sentir pena lo impide

Escribir es fácil. Escribir bien es muy difícil. Destruir lo que un día escribiste, aunque sea malo, es dificilísimo. Se necesita una determinación excepcional. En una lucha contra sí mismo, de la que teme salir herido, el autor a menudo esconde esa parte inmadura de su obra, pero sin llegar a eliminarla. Después de todo, representa su punto de inicio, en el que un día lejano arrancó todo. Posee un valor secreto, inexplicable, pese a que carezca de mérito. Esos primeros manuscritos, horribles, con el tiempo lo hicieron escritor. ¿Cómo darles la espalda y a la vez no experimentar escalofríos y miedo al futuro? En cambio, conservarlos dentro un sobre, metido en una caja, guardada en un trastero alejado, en la casa de sus padres, ¿qué mal puede hacer?

Tal vez todo. La obra que un escritor no publica, con la que aprendió a escribir mejor, que sirvió de escalón a nuevos libros, va quedando atrás, hasta habitar en una oscuridad cómoda. Quizá se avergüence del manuscrito, quizá lo repudie, quizá solo lo minusvalore. Nunca lo publicaría, desde luego. No mientras conserve la cabeza. Entre eso y acabar con él hasta que no queden pruebas de su existencia, sin embargo, media un ligero abismo. Hablamos de un abismo que se salva con un sencillo paso, para el que se necesita coraje, temeridad, tal vez algo de sensatez. Pero en el último instante, algo tan simple y candoroso como sentir pena, lo impide.

Aferrarse a un viejo manuscrito, del que a la vez se reniega, es algo que escapa a la razón

Ciertos días, cuando el escritor regresa a casa de sus padres, y sube al trastero, y por casualidad encuentra la caja y la abre, y saca el sobre, y extrae el manuscrito, siente una extraña emoción. Hace como que no recuerda, y confiado en que el tiempo, el silencio, la oscuridad, hayan obrado un milagro, lee. Esas páginas encuadernadas en espiral, escritas a máquina, o a lo mejor ya en un ordenador, cuya lectura decae después de dos o tres párrafos, convierten la emoción en bochorno. Su autor cierra el manuscrito y se santigua. "Cómo pude escribir esto", se pregunta, y se le escapa una risa floja. Si alguien lo leyese, alguien a quien tuviese en consideración por su criterio, se moriría de vergüenza. "Era poco matarme", se dice. Sonrojado, devuelve el manuscrito al sobre, que empaqueta en la caja, que deja en un trastero. El alivio es automático.

¿Por qué hace eso? ¿Por qué lo preserva? ¿Por qué no quemarlo de una puta vez? Escribir también es borrar. Aferrarse a un viejo manuscrito, del que a la vez se reniega, escapa a la razón. Carece de cualquier utilidad, no posee valor, su existencia incomoda, pero su autor no sabe renunciar a él para siempre. Porque es la única copia, o porque le atribuye un último poder, como poseen a veces las viejas fotografías, o porque teme al arrepentimiento, lo guarda. Lo guarda por si acaso, aunque no hay acaso posible.

Nadie conoce su existencia, salvo quizá sus padres, o una expareja, o un amigo de toda la vida, que con los años consiguieron olvidar su lectura. Solo el autor vuelve sobre el texto de vez en cuando, cada muchos años, para no exponerlo demasiado a su propia inteligencia, y que esta al fin lo empuje a destruirlo. Si lo destruyese, posiblemente acabaría un día por olvidar que ese manuscrito existió, y que él procedía justamente de ahí, de un lugar del que ya no quedan ni las ruinas. El manuscrito es un error, y a su manera los errores dan luz, piensa. Además, las cosas que no existen, con el tiempo, van perdiendo su forma original y el hueco provoca nostalgia.

A veces la obra escondida ni siquiera es mala. Atesora méritos, vaticina un futuro, compone un puzzle. Pero, oh: el escritor igualmente la repudia. No se identifica con ella. Pasado el tiempo, cree que no muestra al autor que es ahora. No consentiría su publicación ni que dios, o alguien por el estilo, se lo pidiese. Naturalmente, eso no significa nada. Basta que el autor muera, y que el manuscrito caiga en manos desaprensivas que ignoren sus deseos, y el libro inexistente saldrá a la luz.

Escritor, destrúyelo todo. No mires atrás. ¿Te da pena? Destrúyela también a ella. Escribir es eso: acabar con todo y empezar de nuevo desde la nada.

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