Blog | Que parezca un accidente

Era una mujer

ERA UNA mujer llena. De formas abundantes pero armoniosas. Como esos tocados magníficos e imposibles que uno observa de vez en cuando en algunas bodas. El delicado equilibrio de sus proporciones, todas ellas generosas, tenía algo de milagroso. Su mera contemplación evocaba la idea de lo extraordinario.

Sus movimientos eran musicales, cadenciosos. Sutilmente, se escondía en su elegante forma de andar una coreografía apasionada. Su partitura era metálica y sincopada, cercana a lo militar, pero a la vez arrastraba un entusiasmo incontenible que invitaba a bailar. No era difícil reconocer en sus andares el sonido del viejo jazz de Nueva Orleans. A su paso, todo en ella se desbordaba. Todo lo que era rebosante, de alguna manera, rebosaba.

A primera vista, parecía estar hecha de sugerencias. Casi de enigmas. No había nada explícito en ella. Nada obvio en su aspecto. Nada evidente en su conducta. Daba la impresión de sentirse cómoda habitando el misterio. Protegida por sus propios secretos. Cualquiera podría pensar que se trataba de una de esas personas con las que merece la pena equivocarse. Con las que merece la pena dejarse llevar por un malentendido. Sin embargo había algo categórico en su forma de ser. Algo definitivo que impedía el equívoco. A veces, no sé por qué, uno reconoce esa cualidad en otro sin comprender muy bien el motivo.

Era sencillo percibir que se sentía atraída por el lujo. No por el exceso ni por la ostentación, pero sí por el lujo. Por cierta clase de lujo discreto. Prácticamente clandestino. Ese que solamente se intuye. Ese que uno sabe que está ahí aunque no se note. El lujo sofisticado. Distinguido. El lujo elegante. Había nacido en una de esas familias de apellido poderoso. O había hecho fortuna gracias a su ingenio y a cierto olfato certero para los negocios. O se había casado —pero, sobre todo, divorciado— con la persona adecuada. Sea como fuere, le gustaba el lujo. Y, sin querer, también despreciaba mínimamente a quien careciese de él.

En su mirada había tiempo y reflexión. Eso era notorio. A su edad, fuese la que fuese, ya no podía permitirse el capricho de actuar sin pensar. De moverse por inercia o, peor aún, por impulsos. Conocía el valor de las consecuencias. Poseía la serenidad de quien sabe que la urgencia es escandalosa siempre y traidora a veces —son muchos los que lo ignoran—. Había cometido los suficientes errores en su vida como para consentir ahora que la adversidad se le adelantase. Las cosas le sucedían porque ella dejaba que le sucediesen. Nunca al revés.

El escepticismo de sus ojos se correspondía con el de su estampa. Caminaba muy erguida, como empujada por su dignidad. Hacía tiempo que no se reprochaba nada a sí misma y eso, a fin de cuentas, se nota en la postura. Parecía sentirse segura observando el mundo desde la indolencia, parapetada detrás de sus gafas y éstas detrás de su nariz y ésta detrás de su barbilla, que se alzaba orgullosa hasta alinearse por momentos con el horizonte. La realidad era todo lo que ocurría frente a su barbilla.

Sus prendas de ropa la querían. Era como si sintiesen por ella cierta atracción sexual. Envolvían eróticamente sus formas, exuberantes pero proporcionadas, casi presumiendo de aquel contacto carnal. Renunciaban a ceñirse en donde resultaba poco decoroso hacerlo y se apretaban con firmeza donde resultaba más indecoroso todavía. Se movían con ella. Iban y venían. Como en una danza hipnótica y sensual. Casi se la podía contemplar a través de aquella segunda piel que era su ropa.

No acierto a intuir su carácter. A veces la imagino displicente y soberbia, prisionera de una personalidad hostil. Otras veces quiero entrever su tristeza, su tormento, su identidad frágil y quebradiza, heredada de un pasado despiadado del que no ha logrado escapar del todo. Quizá debí haberlo comprobado allí mismo. Tal vez tendría que haberla detenido. Ya he dicho antes que parecía la clase de persona con la que valdría la pena dejarse llevar por un malentendido.

Aquel día yo acababa de aparcar el coche en doble fila. Necesitaba hacer un par de gestiones rápidas en el cajero automático. Algo mecánico y prosaico. Seguramente, sacar dinero y consultar el saldo. Hace ya algún tiempo, pero recuerdo que cerré la puerta del coche con el mando desde la acera y entré distraído en el vestíbulo del banco.

Fue allí donde nos cruzamos. Justo en la puerta. Ella salía en el preciso instante en el que yo entraba. Apenas tuve tiempo para observarla un par de segundos antes de que desapareciese calle abajo entre la multitud. Ella ni siquiera me miró. Probablemente no sabe que protagoniza esta columna.

Probablemente nunca la leerá. Jamás la he vuelto a ver.

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