Opinión

El paraíso perdido

El destacado periodista, que justamente este martes cumple 90 años, rememora sus vivencias en Lugo, ciudad en la que residió y a la que quedó vinculado por siempre

SUELE DECIRSE que la infancia es el paraíso de la vida, una exageración como tantas otras. Que se lo pregunten a esos niños que vemos en los reportajes de zonas deprimidas, sometidos a todo tipo de carencias y vejaciones. Pero también es verdad que la infancia es la edad en que uno o una descubre el mundo, las personas más allá del círculo familiar, las penas y alegrías que llegan inesperadamente, aparte de que, a esa edad, la memoria es corta y todo pasa un poco como en aquellas películas de vaqueros que veíamos en la sesión infantil; o sea, muy rápido. Y, además, siempre ganaban los buenos y perdían los malos. Algo que dista mucho de la realidad que mostraban las películas para mayores, a los que no podíamos ir los chavalines. En cualquier caso, hay un detalle que demuestra lo feliz que fui aquellos años sin darme cuenta: todos los recuerdos de aquel entonces son de días con sol. Si pensamos que en Lugo llueve bastante a partir de San Froilán, hasta bien entrada la primavera, significa que la memoria, muy sabia, se encargó de borrar lo desagradable que ocurrió durante aquellos años.

Carrascal leyendo el pregón en el año 1998. ARCHIVODéjenme empezar con algunas reflexiones sobre Lugo. Todas las ciudades son especiales por una cosa u otra. Pero Lugo acentúa su peculiaridad por esa muralla que lo ciñe como un cinturón de piedra y le mantiene siendo lo que es, para bien y para mal. Se ha vertido en los alrededores como la leche que hirvió demasiado, pero el centro, el núcleo sigue siendo lo que es, con ligeros retoques, lo que infunde carácter y desafía el paso del tiempo, El centro, presidido por el ayuntamiento, con los franciscanos a un lado, los soportales al otro y el espacio ajardinado en medio, donde la banda municipal toca, o tocaba, su concierto los domingos al mediodía y los jueves por la tarde marcaban el paso de las horas, con el paseo y calle de la Reina convertidos en el lugar de ver y dejarse ver dos veces al día, bajo la mirada escudriñadora de los que preferían tomar un aperitivo en cualquiera de la terrazas laterales. Todo el mundo se conocía, aunque no se hubieran presentado, y las campanadas del reloj de la catedral, que emergía por el sur sobre los edificios, advertían de cuando había que ir a casa. Éramos millonarios y no lo sabíamos.

"Hay un detalle que demuestra lo feliz que fui: todos los recuerdos son de días con sol"

Pasé también ahí la adolescencia, aquel bachillerato de siete años, que parecía interminable y que, antes de que te dieras cuenta, ya había terminado aunque quedaba la temida reválida, en Santiago. He dicho y escrito en más de una ocasión que todo lo que sé lo aprendí en esos siete años en el Ala Oeste del palacio de la Diputación en la calle de San Marcos. Sobre todo a partir de cuarto curso, cuando empezaron a llegar jóvenes catedráticos, con ganas de enseñar y exigentes con los alumnos. Me refiero a Francisco Bernis, Lázaro Montero, Luciano Fernández Penedo y otros, que terminaron en universidades o como inspectores de Enseñanza Media. No quiero decir que fueran mejores o peores que los anteriores, don Delio Mendaña, don Primitivo Sanjurjo, don Alfredo Labajo, eran sencillamente distintos, como lo éramos nosotros, que pasábamos del pantalón corto a los bombachos, de jugar a las bolas o las chapas en la alameda a fijarnos en las chicas. Fueron bastantes los que se casaron con sus novias de aquellos años. Empezamos primero siendo más de cien, lo que obligó a dividirnos en dos grupos y pasar al edificio sobre La Voz de la Verdad, por obras en la Diputación y los lazos establecidos entre nosotros fueron tan fuertes que, veinte años más tarde, resurgieron en una comida anual a la que asistieron no solo los que terminaron el bachillerato, sino también bastantes de los que se quedaron por el camino por interrumpir el estudio o por traslado de su familia. Asistieron también algunos de los profesores, don Luciano especialmente. Lo atribuyo al ambiente que reinaba en aquel instituto, más universitario que de segunda enseñanza. Las clases duraban 50 minutos, con 10 de pausa hasta la siguiente, que empleábamos en dar patadas a un balón en el patio, subir a la biblioteca que había en el piso superior, donde había libros prohibidos, o largarnos pues las puertas estaban abiertas. Había profesores que tomaban lista y quienes no la tomaban, los que explicaban la lección y los que la tomaban. Los que con saber lo indispensable aprobaban y los que, si querías nota, tenías que decir algo más que el libro de texto. Quiero decir que la libertad imperaba en aquel instituto. Y la responsabilidad individual. Como la creatividad: don Lázaro organizó entre nosotros un concurso literario, que ganó Humberto Acosta con un ensayo sobre el Estudiante de Salamanca que empezaba "como en un cuadro de Rembrandt"; don Delio traía de tanto en tanto de su laboratorio un aparato con el que multiplicaba la electricidad o fabricaba rayos; don Primitivo, aparte de poner verde a Felipe II, nos contaba historias de tesoros enterrados que nos encantaban; Bernis, el más activo, nos hizo reunir una colección de minerales, vegetales y órganos de animales. A mí me tocó preparar el intestino de una rana para placas de microscopios que no sé de dónde los había sacado, todos mezclando teoría y práctica. El que no sabía lo que debería saber, suspendía. El que sabía, pasaba. Fue así cómo en el examen de ingreso uno de nosotros a la pregunta "¿díganme un ave doméstica?", respondió "el cerdo" y terminamos discutiendo si Darwin tenía razón al decir que veníamos de los monos o no y como, de los 30 que acabamos el séptimo curso, 27 aprobamos la revalida a la primera. Hay otra anécdota que lo explica mejor: cuando mi hermano, dos años menor, se trasladó con la familia a Barcelona iba en quinto curso y se matriculó en el famoso instituto Balmes. El profesor de matemáticas le dio la bienvenida muy amablemente, aunque quiso saber cómo andaba de la asignatura y le hizo una especie de examen tanto de álgebra como de trigonometría. Ante su sorpresa contestó a todas las preguntas. El profesor, tras felicitarle, se dirigió a sus alumnos y les dijo: "Han visto ustedes cómo hay institutos de provincias que preparan muy bien a los alumnos".

"Aquel bachillerato de siete años parecía interminable pero se acabó antes de darnos cuenta"

Con la reválida aprobada, tenía ante mí todo el verano del 47. Sabía que iba a ser el último en Lugo, pues en septiembre iniciaba en Barcelona los estudios superiores. De ahí que me fui despidiendo lentamente de todos los lugares que había frecuentado en aquellos diez años: el instituto, la muralla, el cantón, el Parque, las cuestas del Parque, la Aceña del Río Chiquito, las barcas junto al puente romano, la isla que hay o había en medio del Miño a mitad de la Tolda, donde nos creíamos Robinsones, y tanto otros, dentro y fuera de murallas. Cuando, finalmente, tomé en tren que me alejaba, al llegar al puente de la Chanca, me acerqué a una de las ventanillas para echar una ojeada a lo que se veía de la ciudad y me pregunté: ¿volverás algún día? Tardé más de 20 años en volver, aunque, en realidad, nunca lo había abandonado por llevarlo dentro.

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