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El libro que te espera

ME LO IMAGINO así: una ligera incomodidad nada más sentarte, apenas una mínima diferencia con lo que esperabas, como una dureza, tu mano que palpa debajo del cojín del sofá y saca un libro con marcador. O un usuario molesto que te cuenta su queja: en la estantería no está el libro que el ordenador le dice que está, qué desorden es ese. O el piquito delator de una tapa asomando tras una hilera de libros, haciéndoles de fondo, cuando te acercas a colocar otros. Hace un par de semanas leí del asombro de unos bibliotecarios neozelandeses, que no paraban de encontrarse libros escondidos por la biblioteca adelante. Debajo de las sillas, de las estanterías, de las mesas de consulta. Todos con un punto de lectura.

Enseguida lo atribuyeron a una travesura infantil, ese agujero negro que absorbe los fenómenos que los adultos no comprenden pero les parece que pueden tener sentido para los niños. Siempre he pensado que esa concesión a una diversión que no se entiende es una buena señal, todavía nos queda bien pegado en el fondo el poso de lo que fuimos.
Ilustración de un libro
En realidad, habían sido personas sin hogar que leen en la biblioteca a diario. Lo contaron en la reunión del club de lectura en la que, como siempre ocurre en las mejores charlas, se habla de literatura y de todo lo demás, de la vida que pasa y de cómo pasa, de qué hacer para que pase así o asá. Querían continuar el libro que estaban leyendo donde lo dejaban, sin que nadie lo retirase para consulta ni les cambiase el marcador de lugar. Sin dirección no se puede optar a una tarjeta de la biblioteca, pero incluso aquellos que sí la tenían, porque acudían a un albergue y ponían la de ese centro como propia, preferían no sacar el libro a la calle y correr el riesgo de que se perdiese o se estropease. La directora de la biblioteca enseguida dio con una solución: reservar un estante tras el mostrador para que tuviesen un lugar seguro en el que dejar sus libros hasta el día siguiente.

Tirando del hilito internáutico se llega a saber que la biblioteca central de Auckland tiene un calendario de actividades específico para personas sin hogar, como el club de lectura o el de cine, y cada día recibe decenas de usuarios que viven en la calle. Ha sido puesta como ejemplo de respuesta a las demandas de la comunidad y de centro inclusivo, donde todos los lectores son bienvenidos.

Aunque se les ha animado a hacerlo, otros bibliotecarios se han negado a imitar la iniciativa, insistiendo en que no son asistentes sociales y que el trabajo con los sin techo se les queda grande, que no tienen formación para eso. Sus excusas suenan ahogadas, como si las gritaran cabeza en tierra, en modo avestruz para no ver lo que hay porque, en una ciudad con 23.000 personas sin hogar y siendo las bibliotecas un lugar tranquilo y seguro donde pasar los días sin gastar dinero, con toda seguridad alguno de sus usuarios forma parte de ese grupo.

Para esos casos auguro otra serie de misteriosas desapariciones librescas, hallazgos tardíos de ejemplares que parecían haberse volatilizado y estaban conservados bajo una silla, esperando ser leídos. Recuerdo mi tremendo fastidio de niña cuando, a fuerza de arrastrar libros por toda la casa, durmiendo con los más queridos, alguno acababa esfumándose. Pero también tengo fresca la alegría del reencuentro al mover un mueble o levantar una alfombra, al tirar al fin un montón de periódicos y verlo caer de entre las hojas amarillas. Aquello se leía como si le hubieran crecido historias nuevas, como si el barbecho obligado de la pérdida lo hubiera convertido en diferente, más interesante, mejor. Escribió Joan Didion, y lo lee ella misma en el documental El centro cederá, que la costumbre de anotar reflexiones en una libreta se justifica plenamente en un día sin ideas, de escritura automática: "En esa mañana indigente me limitaré a abrir mi cuaderno y allí estará todo, un regalo olvidado y con intereses acumulados".

El libro que reaparece al que sabe buscarlo, o esperarlo, es siempre el mejor.

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