Blog | El portalón

Dos aspirinas

Cómo hacer un homenaje incorporando una rutina libresca

HAY RUTINAS librescas que nos atrapan como las propias. Están, sobre todo, en los cuentos sobadísimos de la infancia y en las machaconas lecturas juveniles, que son ambulantes y se trasladan contigo por la casa, de la cama a la cocina, del pasillo a la calle. Esa gente que está en los libros y que tan bien conoces hace cosas que envidias sin filtro, a lo tonto, porque de pensarlo, renunciarías. Hablo del deseo universal de nuestra niñez: comer sandwiches de pollo frío y pepino y beber cerveza de jengibre o zarzaparrilla, sea lo que sea eso.

Enyd Blyton, reina del merchandising y escritora del mismo libro una y otra vez, mencionaba el menú en cada aventura de Los Cinco y acabó creando un reflejo pavloviano en miles de niños que, en realidad, no querrían tocar el pepino o el pollo frío ni con un palo. Aún ahora lo escribo y me entra hambre. Es un fenómeno tan loco que sucedía incluso aunque estuvieses leyendo el libro de Los Cinco mientras te comías un bocadillo de Nocilla. De Nocilla. Enfrentémoslos y que cuaje. Pepino y pollo frío. Nocilla. Ahí está el poder de la literatura.

Creces y dejas a Los Cinco en algún pasadizo secreto sin adultos supervisores, porque en esos libros los mayores siempre estaban en otro sitio, gracias a Dios, y te vas a un internado inglés, Santa Clara o Torres de Mallory, a envidiar las tostadas con pasta de anchoa. De mal en peor. Hay en uno de ellos una escena en la que por error una novata despistada confunde la pasta con betún y la unta en los zapatos de una veterana. Los tiempos eran inocentes y las anécdotas, poco sofisticadas.

¿Qué dosis maneja esa gente para que no llegue una aspirina?
 

Saltas después a, pongamos, Agatha Christie y sus envenenamientos con cianuro. Se te pasa por la cabeza cuánto te gustaría oler una taza de porcelana fina, de rosas pintadas y borde de hilo dorado, con posos al fondo para comprobar que, efectivamente, deja un aroma de almendras amargas. No tienes ni ida de cómo huelen las almendras amargas.

De esos crímenes de caserón, que son tan seguros y reconfortantes, se llega con el tiempo a la novela negra nórdica. Eso ya es una complicación. Se acabaron los asesinatos con arma a la vista, colgada sobre la chimenea y con cadáver sobre alfombra persa, tras cortina brocada, en la habitación de un criado si nos ponemos aventureros o en unas cuadras, si estamos bucólicos, y empiezan los que son, cuidado, reflejo de la sociedad en la que ocurren. Lo que es peor, suponen la prueba de que el estado de bienestar también oculta maldad y aberración. En esos libros, la ingesta de café y bocadillos llega a ser tan preocupante que, en algunos, la explican en una nota al pie de página, recordando que el café es por allí una cosa completamente aguada, bebida marrón y no negra, cosa que se lleva en termos. 

La lectura deriva, al fin, en la novela americana, llamada así cuando se quiere llamar anglosajona porque, para ser de otro continente, tiene muchos representantes que resultan ser del tuyo. En algunas aparecen las drogas, un despliegue que sería considerado por los consumidores de hoy en día vintage y previsible porque, al contrario de las actuales, se sabía qué efecto producían y de hecho se tomaban buscándolo. Ahora todo es variabilidad y sorpresa. 

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MARUXA

Pero más que drogarse, que sí; que beber, que también, lo que más hacen los personajes de la narrativa anglosajona es tomarse dos aspirinas y meterse en la cama. Esos libros han insistido en ese régimen como remedio para el dolor universal y ha resultado transversal: lo toman en cualquier territorio, a cualquier edad y ante cualquier padecimiento, físico o existencial. Si no sabes qué hacer contigo o cómo acabar un capítulo pon al protagonista a ingerir dos píldoras de ácido acetilsalicílico y a dormir. Es esa una costumbre que siempre me ha fascinado, por recurrente y por incomprensible. Por ejemplo, ¿por qué dos? ¿qué dosis maneja esa gente para que no llegue una? Y por qué aspirina. Luego que si úlceras.

Esta semana ha muerto Stewart Adams, creador del ibuprofeno, medicamento considerado esencial por la OMS y por nuestros botiquines. De las cosas que rondan libres por mi bolso, esos restos que son la última capa de una excavación, el sedimento profundísimo cargado de información para un arqueólogo, el ibuprofeno es la más frecuente. Yo, y tantos, le debemos a Adams muchísimo y no creo que le hayamos pagado como merece su extraordinaria aportación. Propongo un homenaje que perdure y se exponga a diario ante las generaciones venideras. Lo que quiero es una rutina libresca bien asentada, recurrente y reconocida, cientos de personajes de todos los orígenes haciendo frente a su dolor con una fórmula estandarizada y eficaz: un ibuprofeno y a la cama. Así sí.
 

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